VIAJAR. EN LAS TRINCHERAS, de Gaziel
Las modernas vías férreas han quitado a los hombres la más grata y esencial de las emociones que se experimentan durante un viaje. Viajar no es propiamente recorrer con la mayor velocidad posible la distancia que media entre dos puntos de la superficie terrestre. En este caso, lo que se hace no es viajar, sino simplemente trasladarse. Los viajes modernos se caracterizan casi siempre por la rapidez, que es un elemento económico, a costa de la contemplación, que es un impulso emotivo. Un hombre moderno se acuesta en Berlín y se despierta en Roma, sin que tenga la más mínima idea de los vastos y ricos aspectos que la variedad de la naturaleza ha esparcido en el tránsito de aquellas grandes ciudades. Y así los hombres de hoy —enjaulados en la cárcel monótona de los trenes veloces, rodeados de gentes desconocidas, mustias y soñolientas, viendo desfilar vertiginosamente los panoramas serenos, a través del pentagrama de los hilos telegráficos que bordean la ruta— han perdido en gran parte la prístina noción que del viajar tenían nuestros abuelos cuando, arrellanados en el fondo de una silla de postas, iban tan sólo de Chartres hasta París, en íntimo y apacible contacto con la naturaleza.
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