VARSOVIA. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres
"El impresionante mazacote del Palacio de la Cultura y la Ciencia, obra de Lev Rudniev y regalo envenenado de la URSS, apareció de golpe como un fantasma imperial. Cuando se inauguró, en 1955, se convirtió en el segundo edificio más alto de Europa. Todavía hoy domina todas las perspectivas del centro de la ciudad. Con semejante mostrenco, Bierut, el perro faldero de Stalin, logró al fin olvidar una de sus fantasías fálicas: castrar las torres de las iglesias de Varsovia. Durante mucho tiempo Bierut soñó, en un grotesco proyecto de secularización urbanística, con arrancarlas todas para dejar el horizonte ciudadano tan chato como su gobierno.
El edificio posee el aplomo rotundo y kafkiano de una pesadilla burocrática: 30 plantas, 230 metros de altura, 40 millones de bloques de piedra, casi un millón de metros cúbicos de volumen. Cuando entramos unos días después para visitar una exposición de Leonardo, pasé entre las columnas multiplicadas y las innumerables salas, y pensé que quizá Lem se inspirase en él para la delirante ambientación de Memorias encontradas en una bañera, la novela en la que un pobre funcionario vaga perdido entre los corredores de un inextricable laberinto subterráneo. Hoy día, desde el exterior, el Palacio parece una computadora de piedra, obsoleta y desactivada, una aparatosa réplica de la arquitectura moscovita envuelta en el papel dorado de las antiguas chocolatinas.
Algunos polacos han exigido la demolición del edificio, pero la mayoría ni lo mira: ha acabado por convertirse en parte del paisaje urbano. Ni siquiera se han molestado en arrancar de las hornacinas del exterior los gigantescos hércules de comité y los titanes de sindicato. Aquellos recios ejemplares de obreros altos, rubios, repeinados, con la quijada alzada y orgullosamente apuntada al futuro, parecían una muestra escultóricamente pura de la raza aria: en verdad no hay nada más parecido al arte nazi que el arte soviético. Un arte que, en la superficie y en el fondo, revela una absoluta pobreza de ideas y una absurda sumisión a los modelos del pasado. Me apiadé de un estudiante que marchaba eternamente hacia el horizonte comunista con un libraco enorme bajo el brazo. Pobrecillo, pudiendo leer a Dostoievski o a Tolstói, llevaba en un solo tomo las obras completas de Marx, Engels y Lenin (el nombre de Stalin había sido borrado)."
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