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miércoles, 26 de abril de 2017

JUDÍOS Y POLACOS. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres

JUDÍOS Y POLACOS. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres 

    "El que hablaba era un hombre gordo, moreno, de barba rala y ojos oscuros. Me preguntó de dónde era y le dije que de España. Le pregunté si sabía si en el barrio vivían todavía algunos judíos y se encogió de hombros.
—¿Judíos? Quién sabe. Puede que yo sea judío.
Se levantó pesadamente y se sentó a nuestra mesa. Me apuntó con un dedo gordo como un pan. Parecía muy borracho.
—Vosotros, los españoles, también expulsasteis a los judíos.
—En 1492, junto a los moriscos. —Asentí con la cabeza—. El mismo año que Colón descubrió América. Fue una verdadera desgracia.
—¿Para quién? —preguntó el gordo vía Aśka.
—Para todos. Para los españoles que no eran judíos y, por supuesto, para los judíos, que eran españoles.
—Aquí los judíos vivieron en paz durante siglos. Más o menos en paz, porque los judíos nunca han estado en paz en ningún sitio. Ni siquiera ahora, en Israel.
Bebió un trago de cerveza. Quedó un rastro de espuma blanca colgándole del bigote y se lo limpió con el dorso de la mano.
—Durante la guerra, dicen que los polacos no ayudaron a los judíos. En algunos pueblos, los polacos ayudaron a los nazis, extorsionaron a los judíos, incluso los mataron con sus propias manos. —Hizo un gesto vago con la mano, como si limpiara una ventana imaginaria—. Pero también hubo polacos, católicos o no, que ayudaron a los judíos. También hubo alemanes buenos, ¿no?, igual que ese oficial que salvó al judío aquel de Varsovia.
—Szpilman —dijo Aśka—. El pianista del gueto.
—El de la película de Polański, sí. Los nazis promulgaron una orden en la cual especificaban que cualquier polaco que ocultara o ayudara a un judío sería ahorcado. —Tamborileó los dedos sobre la mesa—. Aun así, escaparon unos cuantos miles de judíos de Polonia, unos cuarenta mil, creo. Son unos cuantos, ¿no?
Afirmé con la cabeza. Abotargado por el alcohol, el hombre arrastraba las palabras y parpadeaba a cámara lenta.
—Poco después de la guerra hubo un linchamiento de judíos en Kielce. La gente dice que fue orquestado por los comunistas. Lo peor de todo fue cuando algunos judíos quisieron recuperar sus antiguas posesiones y se encontraron con que sus vecinos polacos habían ocupado sus casas y no estaban dispuestos a devolverlas. Gritaban: «Fuera, judío, fuera. No te queremos. Vete a otra parte. Lejos.» Siempre es la misma historia.
Tarareó algo ininteligible, siguió golpeando los dedos sobre la mesa.
—Y luego, en los sesenta, los partisanos de Moczar promovieron otra vez el antisemitismo. Aquello fue una vergüenza. También hoy, ahora mismo, se sigue diciendo por las calles que los judíos tienen la culpa de lo mal que va el país, que tienen todo el dinero. Hay periodistas que escriben y sacerdotes que hablan desde el púlpito contra los judíos. Lo que yo digo es… —Balbuceó, tanteó con la mano hasta dar con el asa de la jarra—. Lo que digo es: si hay antisemitismo, debe de haber judíos, ¿no?
Me guiñó un ojo, antes de terminarse de un trago la cerveza. Después me miró fijamente y preguntó:
—¿Por qué te interesan tanto los judíos?
Era una buena pregunta. Siempre, desde niño, he sentido simpatía por los débiles, las víctimas, las minorías oprimidas. Los judíos, los gitanos, los palestinos, los kurdos, los polacos. Yo mismo, en el colegio, en el barrio, en la mili, me había sentido un paria. Había cambiado de escuela y el primer día, unos chicos mayores que yo me esperaron a la salida, me tiraron al suelo, me golpearon y me dieron patadas en el estómago y en la cabeza. Durante meses (y, para un niño de seis años, un mes es un lapso casi infinito de tiempo) fui aterrorizado a la escuela, no salía al recreo, temiendo que un día cualquiera se repitiera el calvario. Por desgracia, se repitió muchas veces. ¿Qué motivos tenían para martirizarme? Que estaba gordo, que no me gustaba el fútbol, que era débil. Había otros aun más débiles que yo: los canijos, los empollones, los chicos con gafas. No logro olvidar los rostros ni los nombres de los matones que me esperaban a la salida de clase. Algunas veces, cuando miro hacia atrás, hacia el patio del colegio, con sus pequeños verdugos y sus pequeñas víctimas, veo un campo de concentración en miniatura.
Extendí las manos sobre la mesa, acaricié la rueda metálica. Recordé el traqueteo de la máquina de coser, mi madre inclinada sobre la aguja, sus pies balanceándose sobre el pedal, sus manos sujetando un trozo de tela: aquellas ráfagas breves y monótonas de las que estaban hechas las tardes de lluvia. Recordé mi nombre.
—Me llamo David, como mi padre. Mi hermano se llama Daniel, como mi tío. El nombre de otro de mis tíos era Gabriel, aunque en familia todos le llamábamos Javier. Y otro, Salomón.
—¿En serio?
—Completamente en serio. Era peluquero. Vivía en Alemania.
El hombre apoyó la mano sobre la cara. Tenía los ojos entrecerrados, como si fuese a echarse una siesta.
—¿Y te has preguntado qué habría sucedido contigo si tu familia hubiera vivido aquí, en Polonia, en vez de en España? ¿Os habrían tomado los nazis por judíos?
No me dio tiempo a responder. Alzó la mano para llamar al camarero y pedir la cuenta. Le dije que me permitiera invitarle. Cogió el abrigo que colgaba en una de las sillas. Se lo puso y me estrechó la mano.
—Yo también me llamo Salomón —dijo—. Pero no soy peluquero.
Se subió las solapas del abrigo y salió del local con paso vacilante. Al cruzar la calle, se apoyó en el capó de un coche aparcado y después sacudió la mano manchada de nieve. Aśka removía su zumo de tomate. El camarero se acercó y le pedí una Warka. Aśka guardó silencio hasta que la jarra estuvo frente a mí rebosando espuma.
—¿Mejor? —preguntó después de que hubiera tomado un trago.
—Sin comparación posible.
—Los polacos podemos enorgullecemos de muchas cosas —dijo de repente—, pero no precisamente de cómo tratamos a los judíos durante la guerra.
—Bueno, la guerra no suele sacar a la luz lo mejor de los seres humanos. Por lo que he leído, tampoco muchos judíos se comportaron muy bien con sus hermanos."

Cracovia

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