LOS PREJUICIOS NACIONALES . GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg
"A los franceses les gusta contar la historia del inglés que, habiendo visto a una mujer pelirroja en Calais, escribió que todas las francesas eran pelirrojas. Me acuerdo de las conversaciones con los turistas rusos a los que les mostraba Versalles. Un maestro admiraba la riqueza de los franceses: cerca de la estación Saint-Lazare había visto a un vagabundo bebiendo vino tinto. «Cuando lo cuente en casa, nadie lo creerá: un desarrapado, un mendigo, y bebía vino con la mayor tranquilidad del mundo». El maestro venía de la provincia de Samara; no daba crédito a que en Francia el vino fuese más barato que el agua mineral. Otro turista, inspector de una escuela profesional, llegó, por el contrario, a la conclusión de que los franceses vivían en la miseria; hablaba francés y en el parque de Versalles había conocido a un profesor de instituto local; el inspector repetía: «¡Ahí tenéis su cultura y su riqueza! Un profesor de instituto y no tiene criada, su propia mujer le prepara la comida». Un emigrado, antiguo seminarista, y más tarde socialista revolucionario, me enseñó una novelita suya: trataba de los sufrimientos de un idealista ruso enamorado de una francesita inmoral. El autor dedicaba un centenar de páginas a reflexiones sobre la inmoralidad de los franceses. El principal argumento era que los franceses se besaban incluso en los restaurantes. Intenté en vano explicarle que esos besos equivalen a una palabra cariñosa o a una mirada, que no impide a la pareja saborear su guisado de carnero o de cerdo con alubias. Él respondía con obstinación: «Me siento violento cuando salgo con mi mujer: besarse así, a la vista de todo el mundo. ¡Ya le digo yo que esta gente!».
Es difícil comprender las costumbres de un país extranjero, incluso cuando se tiene ocasión de observarlo durante algún tiempo. ¿Y qué se puede decir de los turistas? ¡Cuántas cosas absurdas he leído en los periódicos tanto rusos como franceses, dignas de figurar junto a la frondosa kliukva bajo la cual se sentó Dumas padre!
No hay que burlarse de Mercereau: su error es profundamente humano. El antiguo seminarista, el que se indignaba de la inmoralidad de los franceses, seguramente besaba a su mujer al despedirse de ella en una estación de ferrocarril y, sin embargo, eso habría parecido indecente e inmoral a un japonés. El mal radica en que las personas consideran que sus costumbres o, como dicen ahora, su «forma de vida», son las únicas justas, y condenan, si no en voz alta, sí en su fuero interno, todo cuanto se aparta de ellas.
Las imágenes que se forjan sobre el carácter de los pueblos se basan en observaciones fortuitas y superficiales. ¿Qué sabían los franceses, incluso los instruidos, sobre los rusos en vísperas de la Primera Guerra Mundial? Veían a los ricos que despilfarraban el dinero a diestro y siniestro, que pasaban el tiempo en los burdeles caros de Montparnasse, que perdían en una noche en Montecarlo tierras que equivalían por extensión a una región francesa. En aquella época entró en uso en la lengua francesa la palabra boyardo para designar a los rusos pudientes. A los franceses cultos les apasionaba Dostoievski, a partir de cuya lectura se habían formado la idea de que a los rusos les gustaba matar a la gente de improviso, descuidaban sus compromisos monetarios, creían en Dios y en el diablo; acostumbraban a escupir sobre lo que creían, comenzando por sí mismos, y, al mismo tiempo, se arrepentían en los lugares públicos besando el suelo. Los periódicos hablaban de desórdenes en Rusia, de actos terroristas y del heroísmo de los revolucionarios. Los franceses llamaban a los revolucionarios rusos «nihilistas». Un diccionario publicado en 1946, es decir, treinta años después de la Revolución de Octubre, define así la palabra nihilismo: «Doctrina que cuenta con adeptos en Rusia y que aspira a la destrucción radical del régimen social sin fijarse como objetivo sustituirlo por otro concreto». Desde el punto de vista de los franceses, semejante doctrina sólo podía seducir a los místicos. Los franceses se enteraban, para colmo, de que había «nihilistas» entre los «boyardos», y eso los convencía definitivamente de la existencia del «alma eslava». A través del «alma eslava» los franceses acabaron explicándose todos los acontecimientos históricos que se produjeron en Rusia.
(...)
Ahora los aviones atraviesan Europa en pocas horas, en una sola noche es posible ir de París a América o a la India; pero las personas no se conocen mejor que antes. Lo que les separa no son los pensamientos sino las palabras, tampoco son los sentimientos, sino la forma de expresarlos; es decir, las costumbres, los detalles de la vida. La incomprensión es el caldo de cultivo donde proliferan los microbios del nacionalismo, del racismo, del odio. «Mira, no vive como tú, es inferior y no quiere reconocerlo; dice que vive mejor que tú, se juzga superior a ti; si no lo matas, te obligará a vivir a su manera». Podríamos ponernos de acuerdo sobre lo que los diplomáticos han llamado desde hace tiempo un modus vivendi, una tregua temporal, pero a mi modo de ver es inconcebible una auténtica coexistencia pacífica sin comprensión mutua. Dicen que nuestro planeta se ha explorado durante mucho tiempo, que ahora le toca el turno a Marte o Venus. Sí, los cartógrafos conocen todas las montañas, todas las islas, todos los desiertos, pero el hombre corriente sabe más bien poco de la manera en que viven sus contemporáneos en una isla descubierta tiempo atrás, en países descubiertos en tiempos inmemoriales e incluso en los países que se consideran descubridores. Hablo de ello porque he recorrido Europa, he ido a Asia, América, y he acabado por darme cuenta de hasta qué punto es difícil entender una forma de vida que no es la propia."
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