MALBORK. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres
"La ciudadela alzada junto al río ocupa 21 hectáreas de fortificaciones y forma el mayor grupo gótico de castillos del mundo. La fortaleza de Malbork está considerada la construcción de ladrillo más grande jamás edificada por el hombre...
En la historia de Polonia, los caballeros teutónicos pasan por malvados, codiciosos y embusteros, pero había algo que nadie podrá negarles: eran valientes como ellos solos. Fueron aquellos monjes guerreros blindados de la cabeza a los pies, con penachos, mantos blancos y cruces negras, quienes levantaron esta impresionante serie de recintos amurallados que constituyeron el centro militar, diplomático, económico y religioso de la Orden Teutónica del Hospital de Santa María en Jerusalén. Las obras comenzaron en los albores del siglo XIII y no se concluyeron hasta más de un siglo después, en 1410. Por pura paradoja del destino, ésa fue la fecha de la mayor derrota sufrida por la orden y del principio de su decadencia, cuando, contra todo pronóstico, una alianza entre los ejércitos combinados de Polonia y Lituania destrozó a la todopoderosa caballería teutónica en Grunwald, una de las mayores batallas de la Edad Media.
Polonia se jugaba una vez más, a cara o cruz, como siempre, su supervivencia como nación y como pueblo. El rey polaco Wladyslaw Jagiello (Jagellón para los amigos) había reunido bajo su mando un dispar ejército que agrupaba más de cuarenta mil hombres entre polacos y lituanos, la mayoría de ellos infantes mal armados, poco más de veinte mil caballeros y unos mil cien feroces jinetes tártaros. A pesar de su clara inferioridad numérica, los caballeros teutones contaban con lo más granado de su caballería pesada, la mejor de su tiempo, y más de diez mil soldados de infantería. Sólo estos últimos ya iban mejor armados que la gran mayoría de los guerreros lituanos y, además, los germanos tenían más de un centenar de cañones, frente a los dieciséis de los polacos. Por si fuera poco, a la cabeza del formidable ejército teutón marchaban algunos de los mejores militares de su tiempo: el gran maestre Ulrich von Juningen, el gran mariscal Frederick von Wallenrode y Kuno von Lichtenstein, considerado la mejor espada de su tiempo. También las corazas que vestían eran de malla, más resistentes y ligeras que las armaduras de metal polaco. Excepto el número, todo estaba a favor de los caballeros de Dios, incluido Dios: la experiencia militar, el armamento, los caballos y las tácticas de guerra...
Sin embargo, fue en este último punto donde el monarca polaco brilló con luz propia. Al amanecer del día señalado, mientras toda la caballería teutónica esperaba perfectamente formada en el campo de batalla, Jagellón reservó a sus hombres en el frescor de un bosque cercano. Durante toda la mañana, el sol de julio cayó a martillazos sobre las filas de monjes guerreros enclaustrados en sus caparazones. Viendo a sus hombres deshidratados y empapados de sudor bajo sus cotas de malla, el gran maestre decidió iniciar las operaciones y sacar al enemigo a campo abierto. Golpeó al ejército enemigo en el punto que juzgó más vulnerable: el lugar donde la caballería tártara apoyaba a los infantes lituanos. Los tártaros huyeron al galope al contemplar aquella avalancha de lanzas que se les echaba encima y toda la línea aliada pareció desmoronarse ante el primer empuje de la caballería de Lichtenstein. La persecución duró más de ocho kilómetros y resultó una completa victoria para los caballeros teutónicos, pero cuando volvieron grupas se encontraron de frente a los jinetes lituanos del gran duque Witold.
A las dos de la tarde, aunque los diversos episodios de la batalla favorecían claramente a los germanos, la argucia de Jagellón empezó a dar sus frutos. Los caballeros teutones acusaban la fatiga de haber permanecido ocho horas resollando bajo un sol de plomo, y cuando ambos ejércitos pusieron en juego las últimas reservas de caballería para jugarse el todo por el todo, una tormenta de metal y de sangre se abatió sobre las llanuras de Grunwald. Hombres desgarrados, cabezas decapitadas y miembros cortados a trozos salpicaban todo el campo de batalla. Polacos y lituanos empezaban a ceder cuando, a una orden del rey polaco, salió una turbamulta vociferante de los bosques. No eran más que aldeanos medio desnudos que caían a cientos bajo las patas de los caballos, pero pronto los monjes guerreros se vieron rodeados por aquella masa armada de hoces, hachas y picas de madera. Para colmo, Tughril regresó con sus tártaros al punto más encarnizado de la batalla y tomó cumplida venganza de la humillación que los hombres de Lichtenstein habían impuesto a sus jinetes. En aquel instante de peligro supremo, Ulrich von Juningen no se lo pensó dos veces: se encomendó a Dios y espoleó su caballo para meterse de cabeza en el epicentro de la carnicería. Mató a docenas de hombres antes de que las picas enemigas lograran alcanzarlo entre los intersticios de su armadura. Juningen mordió el polvo, al tiempo que su ejército se venía abajo. No fue la única muestra de coraje de los caballeros teutones: de los sesenta jefes militares de la orden que participaron en Grunwald, más de cincuenta, incluidos Wallenrode y Lichtenstein, cayeron en el campo de batalla. Eran otros tiempos, cuando los grandes guerreros luchaban y morían al frente de sus hombres. Los tiempos en que les hubiera gustado nacer a Patton, a Anders y también a don Quijote...
Más de cinco siglos después, en 1914, durante los primeros compases de la Primera Guerra Mundial, el mariscal Hindenburg escogió deliberadamente el mismo escenario para infligir una humillante derrota a los rusos e intentar borrar el mal sabor de boca de Grunwald en los anales de la historiografía militar germana.
En el tren que nos llevaba hasta Gdańsk, Aśka me comentó que Hindenburg no es el único que intentó repetir la batalla: todos los años, el 15 de julio, los polacos celebran el aniversario de la victoria de Grunwald con una aparatosa escenificación que incluye centenares de caballos, armaduras y lanzas"
Castillo de Malbork |
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