PARISINOS. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg
"Al café se iba para ver a los conocidos, hablar de política, departir y contar chismorreos. Todas las profesiones contaban con su propio café: los abogados, los ganaderos, los pintores, los jockeys, los actores, los joyeros, los procuradores, los senadores, los proxenetas, los escritores y los peleteros. Los partidarios de Guesde nunca ponían los pies en los establecimientos que frecuentaban los partidarios de Jaurès. También había cafés en los que se reunían los ajedrecistas; en uno de ellos se disputaron las históricas partidas entre Lasker y Capablanca.
(...)
...Y en París resulta muy difícil evitar el arte…
París me enseñó muchas cosas, amplió los muros de mi mundo. Suele atribuirse a París la alegría; a mi modo de ver, París sabe sonreír con tristeza: así son sus casas, sus poetas, los ojos de sus muchachas. Esa capacidad de ser feliz en la tristeza y triste en la felicidad a veces le da alas y otras se las corta (...)
Se podría pensar que en París todo estaba patas arriba, pero en realidad los parisinos tenían una manera de vivir secular y bien organizada. Cuando se alquilaba un piso a alguien, la portera preguntaba si el nuevo inquilino tenía un armario de luna; no se podía embargar una cama, una mesa, una silla, pero si el alquiler no se depositaba a tiempo, se le confiscaría el armario de luna. En los entierros los hombres marchaban delante y las mujeres detrás. Los cementerios parecían la maqueta de una ciudad, con su trazado de calles. En las tumbas de la gente acaudalada se leía: «Concesión a perpetuidad»; no había atisbo de ironía, pues las tumbas de los pobres se excavaban al cabo de veinte años. Después del entierro, los asistentes se dirigían a una taberna que había al lado del cementerio, bebían vino blanco y tomaban queso. Por la tarde no se bebía café, sino infusiones: flor de tilo, manzanilla, menta, verbena. Incluso los enamorados discutían animadamente sobre qué infusión era más beneficiosa: él prefería una diurética, ella una digestiva. En los bancos de las calles las viejas en zapatillas hacían calceta. A las diez de la noche se cerraban las puertas de las casas. Cuando un inquilino tocaba la campanilla, la portera, soñolienta, tiraba del cordel y la puerta se abría: era preciso que el inquilino gritara su nombre para que no se colase ningún extraño; para salir de casa había que despertar a la portera con un grito estentóreo: «Cordel, por favor». Los pescadores permanecían sentados con sus cañas a lo largo del Sena, esperando que un gobio imaginario mordiera el anzuelo. A veces los periódicos anunciaban que un condenado a muerte sería guillotinado al amanecer del día siguiente, y junto a las puertas de la cárcel se congregaba un enjambre de curiosos para ver con sus propios ojos al verdugo, al condenado y, después, la cabeza cortada."
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