ITALIA 1924. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg
"Resulta difícil prever de qué modo va a reaccionar la gente ante los acontecimientos. A veces, la matanza de miles de víctimas inocentes pasa casi inadvertida y otras el asesinato de un solo hombre perturba al mundo entero. En su sencilla evidencia, la represión contra Matteotti tenía la perfección ejemplar de una parábola. Por dondequiera que fuese, oía pronunciar el nombre de la víctima.
(...)
Entonces, en Italia, aún existía un parlamento. En primavera habían tenido lugar las elecciones. Los fascistas, por medio del vino, el aceite de ricino y las promesas, se aseguraron la mayoría. Los partidos de la oposición, no obstante, contaban con el cuarenta por ciento de los votos. El 30 de mayo el joven diputado Matteotti pronunció en el Parlamento un discurso muy audaz sobre la violencia y los asesinatos. Los fascistas le interrumpieron con aullidos. Uno le gritó: «Lárgate a Rusia».
Cuando Matteotti bajó de la tribuna, los diputados de izquierda le felicitaron; él, con una sonrisa irónica, contestó a uno de ellos: «Ahora prepárenme la necrológica». Once días después, salió de casa a comprar cigarrillos y no regresó.
Mussolini ya no podía soportar las críticas, pero todavía no osaba detener a los diputados. Encargó a su amigo Cesare Rossi la misión de liquidar a Matteotti. Rossi dirigía la sección de prensa del Ministerio del Interior; era sólo una tapadera, en realidad la «sección de prensa» se encargaba del asesinato de los enemigos políticos. Rossi mandó llamar al director de Il Corriere Italiano, Filippelli, que, a su vez, se puso en contacto con un tal Dumini.
A orillas del Tíber, no lejos de la casa en que vivía, Matteotti fue rodeado por unos desconocidos que lo metieron a la fuerza en un coche. El vehículo se dirigió a las afueras de la ciudad. Los secuestradores habían amordazado a la víctima. Dumini conocía su oficio (después confesaría haber asesinado a doce antifascistas). Matteotti era tuberculoso; la lucha duró poco: cuando Matteotti trató de abrir la puerta del coche, Dumini le asestó una puñalada letal.
En un paraje desierto, cerca de la Quartarella, los fascistas enterraron a toda prisa el cuerpo de la víctima. Mussolini se enteró con satisfacción de que se había hecho un trabajo limpio; no quería que el caso trascendiera: Matteotti había desaparecido y eso era todo… Resultó, no obstante, que unas mujeres habían presenciado cómo introducían a un hombre por la fuerza en un automóvil rojo. Los periódicos de la oposición aún se publicaban. Comenzó la instrucción. Encontraron el coche de Filippelli con el asiento posterior manchado de sangre. Hubo que encarcelar a Dumini. Fue llamado a declarar incluso Rossi, pero enseguida se dio carpetazo al caso. Poco después Rossi se enfadó con Mussolini, huyó a París y, ya a salvo, se puso a contar las fechorías de su ex amigo.
Roma era un hervidero: parecía que la revolución iba a estallar de un momento a otro. Los diputados de la oposición prometieron ofrecer resistencia a aquella banda de asesinos. En todos los países, la gente estaba indignada ante el cinismo desplegado por los fascistas. Y el Duce se acobardó: declaró que la noticia del asesinato le había conmovido hasta lo más íntimo y prometió que aplicaría un severo castigo a los culpables; incluso dimitió como secretario general del Partido Fascista. Al parecer, hasta él pensaba que el incendio iba a comenzar de un momento a otro…
El carácter de los italianos no se parece al de los alemanes; pero el desenlace resultó ser el mismo. Los diputados pronunciaron discursos rebosantes de indignación. Los romanos quemaron montones de periódicos fascistas y se fueron a sus casas. Mussolini se tranquilizó enseguida. Estaba todavía en Italia cuando me entregaron un ejemplar de L’Impero en que los fascistas se burlaban de los que protestaban: «Que se envalentonen esos locos. Quien ríe último ríe mejor. […] Nadie impedirá que los fascistas fusilemos a los criminales en todas las plazas de Italia». Luego leí un discurso de Mussolini en el que hablaba del asesinato de Matteotti y decía que era estúpido e inútil buscar a los culpables y que el léxico de los fascistas era el de la revolución…
Sí, los italianos no se parecen a los alemanes. Los italianos son gente que ama la libertad, la perpetua rebelión, la imaginación, la indisciplina. Pero Mussolini estuvo al frente de Italia durante veintitrés años, y los guerrilleros le ajusticiaron pocos días antes del suicidio de Hitler. Leí las reflexiones de un autor francés; decía que un pueblo puede tolerar cualquier crimen de un dictador si el dictador lo conduce a donde el pueblo quiere ir. No creo que el italiano común ansiara conquistar Etiopía, someter a los españoles, apoderarse de Vorónezh… ¿Y acaso el pueblo que ha dado al mundo a don Quijote está hecho para el fascismo? ¿Acaso el pueblo de Quevedo y de Goya está predestinado a un obtuso y arrinconado despotismo? Sin embargo, hace ya un cuarto de siglo que un general de pequeña estatura y de pequeño calibre gobierna España. No, no es posible explicar nada con el carácter del pueblo, y sobre los italianos sólo se puede decir una cosa: cumplieron muy mal su papel de «legionarios romanos», y esto les honra."
Roma, Piazza Venezia,1920. |
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