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miércoles, 10 de mayo de 2017

SIMPATÍA POR EL DIABLO. LOS HERMANOS HIMMLER, de Katrin Himmler

"En 1946 y 1947, se celebraron los juicios de Núremberg, que fueron seguidos con gran atención por la opinión pública mundial. Mientras que en el juicio contra los principales criminales de guerra se condenó a los responsables de primera fila, una serie de procesos ulteriores investigaron la culpa de los jefes de grupos de operación, de los guardias de campos de concentración, de médicos y enfermeros.
También Paula siguió los juicios de Núremberg, sobre todo porque desde 1947 estaba entre los acusados un viejo conocido suyo, Oswald Pohl, a quien había conocido en 1941 en el balneario de Jungborn de Eckertal, en el macizo del Harz. Entonces era el director de las empresas de producción de la SS. Desde 1942, era jefe del Departamento Central de Administración Económica y como tal tenía que responder de la explotación implacable de los trabajadores esclavos en los campos de concentración y del «aprovechamiento» completo de los asesinados. No tenía ninguna conciencia de culpa y dijo que todo el mundo estaba al tanto de los acontecimientos: «Por lo que se refiere a los productos textiles y a la entrega de objetos de valor, todos —desde la cúspide del escalafón hasta el empleado de categoría más baja— tuvieron que saber lo que ocurría en los campos de concentración». Entonces regían otras leyes. Acusó al tribunal de no querer encontrar la verdad, sino de buscar únicamente «la destrucción del mayor número posible de adversarios», sin duda porque la «fiscalía, movida por una obvia sed de venganza, está dominada por los representantes judíos». Los jueces eran unos «gánsteres».
El 3 de noviembre de 1947, Pohl fue condenado a muerte y trasladado a Landsberg junto con otros criminales de guerra. En los años siguientes, los presos de aquel penal, entre ellos veinte exjefes de grupos de operación responsables de decenas de miles de asesinatos, se las daban de víctimas que, como si fueran rehenes, tenían que pagar por otros. La solidaridad que les tributaron grandes sectores de la población los hizo perseverar en esta actitud. Hasta el presidente federal, Theodor Heuss, se acordó de ellos en su alocución de Año Nuevo de 1950.
El 31 de enero de 1951, el alto comisario americano McCloy concedió la amnistía a todos los condenados de Núremberg con penas inferiores a quince años. Diez sentencias de muerte se vieron conmutadas por cadenas perpetuas, pero cinco fueron confirmadas, entre ellas la de Pohl. A continuación, McCloy se vio avasallado por una lluvia de peticiones, la mayoría de las cuales eran para Oswald Pohl. El 9 de enero, incluso una delegación del Parlamento alemán pidió su amnistía.
También mi abuela se solidarizó con el prominente recluso. En el otoño de 1950 ya le había escrito una carta, y en Navidad le mandó un paquete. Pohl, conmovido por su apoyo y su solidaridad, le dio las gracias en cuanto pudo. El 26 de diciembre de 1950 le escribió:

Querida señora Melters:

Le agradezco mucho la gran comprensión que dispensa a mi situación; aunque me fue imposible responderle a su amable carta del 12/11, no se ha dejado usted disuadir de agasajarme con estos estimables presentes de Navidad. Hoy, y por vía indirecta, puedo darle las gracias por ambas cosas. [Me ha alegrado] sobremanera. He meditado a menudo sobre lo extraños que muchas veces resultan los caminos del hombre. Un encuentro fortuito en mi inolvidable hogar de ayuno de Just produce, años después, estos apreciados frutos de abnegada ayuda. Para mí la más valiosa es aquella que nace de las convicciones. Es lo que quiero agradecerle particularmente.

¿Qué empujó a mi abuela a enviarle paquetes de Navidad precisamente a este hombre? ¿Ella, que entonces no tenía casi nada? ¿Fue la compasión por un condenado a muerte a quien había conocido en tiempos mejores? Lo dudo. Paula debió de hacerle ver que los dos pensaban de forma muy similar. ¿Cómo interpretar si no la «ayuda que nace de las convicciones» de Paula? Posiblemente lo hiciera también pensando en Ernst. Pues la verdad es que conocían a Pohl mucho mejor de lo que sugiere su alusión a un «encuentro fortuito». De ello da fe una tarjeta postal que Heinrich escribió a Ernst en 1941 en la que le mandaba saludos cordiales de Pohl.

La carta de Pohl salió de la cárcel por vía clandestina y fue transmitida a su esposa, Eleonore, residente en Halfing, quien el 12 de enero de 1951 la reenvió a «Paula Melters, Dinslaken». Dos meses después, tras la confirmación de la pena de muerte para Pohl, Eleonore difundió una carta circular de su marido, destinada también a mi abuela, en la que agradecía «la consoladora simpatía del pueblo alemán». Había recibido «más de 100 cartas y telegramas» y hasta el papa le había trasladado «telegráficamente su saludo y su bendición». «El arzobispo de Ratisbona me ha mandado su cruz pectoral. Muchas mujeres y muchos hombres desconocidos se han ofrecido para morir en mi lugar.»"

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