GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg
"Crecí en Moscú, jugaba con niños rusos. Cuando mis padres querían ocultarme algo, hablaban en yiddish. Yo no rezaba a ningún dios, ni al judío ni al ruso. Entendía la palabra judío de una manera particular: yo era uno de aquellos a los que estaba bien visto ultrajar. Me parecía injusto y natural al mismo tiempo. Mi padre, que no era creyente, condenaba a los judíos que para aliviar su situación abrazaban la religión ortodoxa, y desde niño comprendí que uno no podía avergonzarse de sus orígenes. Había leído en alguna parte que los judíos habían crucificado a Jesucristo; el tío Liova decía que Cristo era judío; mi niñera Vera Platónovna me contaba que Cristo había enseñado que, si alguien te daba una bofetada en la mejilla, debías ofrecer la otra. A mí eso no me gustaba. El primer día de colegio, uno de la clase preparatoria se puso a cantar: «Sentado está el judío en un banquito, hagámoslo sentar en un alfilercito». Sin pensármelo dos veces, le solté un sopapo. Enseguida nos hicimos amigos. Nadie volvió a insultarme."
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