HEMINGWAY EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg
"Todo el mundo tiene su escritor preferido; explicar por qué te gusta determinado escritor y no otro es tan difícil como explicar por qué amas a una determinada mujer. De todos mis contemporáneos, el que más me gustaba era Hemingway.
En 1931, en España, Toller me dio un libro de un autor desconocido: Siempre sale el sol. Me dijo: «Creo que trata de España, de las corridas de toros, tal vez le ayude a entender las cosas». Lo leí, después conseguí Adiós a las armas, y Hemingway me ayudó a entender no las corridas de toros, sino la vida.
Éste es el motivo por el cual me turbé al ver a aquel hombre alto y sombrío sentado a la mesa y tomando whisky. Empecé a declararle mi amor y seguramente lo hice con tanta torpeza que Hemingway cada vez fruncía más el ceño. Abrimos una segunda botella de whisky; resultó que las botellas las había traído él y bebía más que nadie.
Le pregunté qué estaba haciendo en Madrid; me dijo que había venido como corresponsal de una agencia periodística. Hablaba conmigo en español, yo en francés. «¿Debe telegrafiar sólo reportajes o también información?», le pregunté. Hemingway se levantó de un salto, agarró una botella y me amenazó con ella: «¡He visto enseguida que te burlabas de mí!». «Información» en francés es nouvelles, y nouvelles suena en español como «novelas». Alguien sujetó la botella; se aclaró el malentendido y ambos nos reímos durante un largo rato. Hemingway me explicó por qué se había enfadado: los críticos le reprobaban el «estilo telegráfico» de sus novelas. Me eché a reír: «A mí también, por mis frases más bien entrecortadas». Él añadió: «Mala cosa eso de que no te guste el whisky. El vino es para el placer, pero el whisky es el combustible».
Muchos estaban asombrados: ¿qué estaba haciendo realmente Hemingway en Madrid? Sin duda, estaba enamorado de España. Desde luego, odiaba el fascismo. Ya antes de la guerra española, cuando los italianos atacaron Etiopía, se había posicionado públicamente contra la agresión. Pero ¿por qué se quedaba en Madrid? Al principio trabajó con Joris Ivens en una película, y de vez en cuando enviaba algunos artículos a Estados Unidos. Vivía en la Gran Vía, en el hotel Florida, no lejos de la Telefónica, azotada continuamente por la artillería fascista. El hotel estaba agujereado por los impactos de las bombas explosivas. Nadie se había quedado en él excepto Hemingway. Preparaba el café con alcohol sólido, comía naranjas, bebía whisky y escribía una obra de teatro de amor. Tenía una casita en la Florida auténtica, donde habría podido dedicarse a su ocupación favorita, la pesca, comer bistecs y escribir con calma su obra. En Madrid estaba siempre hambriento, pero no era una molestia para él. Cada tanto recibía telegramas: le invitaban a volver a Estados Unidos. Él los apartaba con aire enojado: «También estoy bien aquí». No conseguía separarse del aire de Madrid. Se sentía atraído por el peligro, la muerte, la hazaña. El hombre decía con sinceridad: «Hay que aniquilar a los fascistas». Había visto a gente que no se rendía, y había revivido, se sentía rejuvenecido.
En el Gaylord, Hemingway se encontraba con los soldados soviéticos. Le gustaba Hadji, hombre extremadamente temerario que se infiltraba en la retaguardia enemiga (era oriundo del Cáucaso y fácilmente podía pasar por español). Mucho de lo que Hemingway cuenta en la novela Por quién doblan las campanas sobre las acciones de los guerrilleros se lo contó Hadji. (¡Es una suerte que al menos sobreviviera Hadji! Me lo encontré una vez y me alegré mucho).
(...)
Otro día hablábamos de literatura en un café de la Puerta del Sol. Este café permanecía intacto de milagro entre dos edificios destruidos. Sólo servían zumo de naranja con agua helada. El día era más bien frío, y Hemingway, sacándose del bolsillo trasero una petaca, se sirvió whisky. Me dijo: «Creo que el escritor nunca podrá describirlo todo. Por consiguiente, hay dos soluciones: describir de pasada todos los días, todos los pensamientos, todos los sentimientos, o bien esforzarse en transmitir lo general en lo particular, en un único encuentro, en una breve conversación. Yo hablo sólo de los detalles, pero procuro hablar de los detalles en detalle». Le dije que lo que más me impresionaba en todas sus obras eran los diálogos, que no lograba entender cómo estaban construidos. Hemingway sonrió con ironía: «Un crítico estadounidense asegura con toda seriedad que mis diálogos son lacónicos porque traduzco las frases del español al inglés».
Los diálogos de Hemingway continuaron siendo un misterio para mí. Por supuesto, cuando leo una novela o un cuento que me entusiasman no me paro a pensar en cómo están hechos. Soy el lector que lee, pero luego el escritor no puede evitar comenzar a pensar sobre todo lo relacionado con el oficio. Cuando me resulta comprensible el procedimiento, puedo decir si el libro está mal escrito, si es mediocre, bueno o muy bueno, y puede gustarme, pero no impresionarme. Sin embargo, los diálogos, en las obras de Hemingway, siguen siendo un misterio para mí. En el arte, seguramente, se alcanza la cima cuando no logras comprender de dónde procede toda la fuerza.
(...)
Los personajes de Hemingway hablan de otra forma: con pocas palabras, casi insignificantes, y al mismo tiempo cada palabra expresa su estado anímico. Cuando leemos sus novelas o sus cuentos, nos da la impresión de que la gente habla justo de esa manera. Pero, en realidad, no son frases escuchadas y luego anotadas, sino la esencia de la conversación creada por el artista. Se puede comprender al crítico estadounidense que llegó a la conclusión de que los españoles hablaban al estilo de Hemingway. Pero Hemingway no traducía el diálogo de una lengua a otra: lo traducía del idioma de la realidad al idioma del arte.
Una persona que se hubiera encontrado por casualidad con Hemingway habría podido pensar que era un representante de la bohemia romántica o un diletante modélico: bebía, soltaba extravagancias, vagabundeaba por el mundo, pescaba en el océano, cazaba en África, conocía todas las particularidades de las corridas de toros, y no se sabía siquiera cuándo tenía tiempo para escribir. Pero Hemingway era muy trabajador; las minas del hotel Florida eran el lugar menos adecuado para escribir, aún así cada día se sentaba allí a escribir; me decía que era preciso trabajar con tenacidad, sin rendirse nunca: si una página resultaba insulsa, había que detenerse, reescribirla, por quinta, por décima vez…
Aprendí mucho de Hemingway. Creo que antes de él los escritores hablaban de la gente y a veces lo hacían de manera brillante. Pero Hemingway nunca habla de sus personajes: nos los muestra. Puede que ésta sea la explicación de la influencia que ejerció sobre los escritores de diferentes países; como es natural, no gustaba a todos, pero casi todos aprendieron de él."
Ernest Hemingway en Valencia |
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