LOS JUICIOS DE NÚREMBERG. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg
"Sí, me encontraba en la apoteosis de la justicia con la que había soñado en el verano de 1942. Miraba con avidez a los procesados, como si buscara la respuesta a la tragedia. Goering sonreía a la hermosa estenógrafa, Hess leía un libro, Streicher comía bocadillos. Y entretanto se leían los documentos: en las cámaras de tortura habían muerto trescientos mil, seiscientos mil, seis millones…
Por la manera en que le quedaba la ropa a Goering se veía que había adelgazado, pero seguía viéndose obeso. Tenía en el rostro un no sé qué femenino, y los auriculares que llevaba parecían un pañuelito. Escribía mucho, mandaba todo el rato notas a su abogado. De repente miró atentamente hacia mí, le susurró algo a su vecino y todos comenzaron a mirarme. Creí que detrás de mí ocurría algo, pero los hermanos Kukrinitski estaban como siempre dibujando. Luego un escolta me contó que Goering me había reconocido; resultó que ellos también me escrutaban.
Tal vez el único episodio imprevisto ocurrió con el hombre al que los nazis llamaban la «conciencia del partido», Hess. Al principio del juicio, decía no recordar nada. Su defensor insistía en que el acusado padecía amnesia; se dedicó una audiencia entera a los informes de los médicos. Un buen día Hess pidió la palabra y declaró haber simulado amnesia por razones tácticas. Era un disparate. Por lo demás, recuerdo todas las audiencias como una larga pesadilla.
Cuando proyectaron la película sobre los campos de la muerte, Schacht dio la espalda a la pantalla: no quería verlo; otros, en cambio, miraban; Frank lloraba y se enjugaba las lágrimas con un pañuelo. Suena inverosímil, pero lo vi con mis propios ojos: Hans Frank, el mismo que escribió que en Polonia, a su llegada, había tres millones y medio de judíos y que, en 1944, sólo quedaban unos cientos de miles, sollozaba al ver en la pantalla lo que muchas veces había visto en la vida real. Quizá lloraba por él mismo, tal vez se daba cuenta de la suerte que le esperaba.
Los acusadores hablaban de fechorías terribles. Los planes de ataque contra diversos países tenían nombres convencionales: la anexión de Austria era el «plan Otto»; la toma de Checoslovaquia, el «plan verde», y la de Yugoslavia, «acción Marita»; el aniquilamiento de Polonia, el «caso Himmler»; el ataque planeado contra Gibraltar, la «operación Félix»; la invasión de la Unión Soviética, «la operación Barbarrosa». Cerca de cincuenta millones de muertes y una veintena de individuos insignificantes: ¡no, eso no cabía en la conciencia de nadie!
Ribbentrop, delgado, calvo, dijo que, debido al insomnio, había tomado muchos somníferos y se le había debilitado la memoria; en general, se había ocupado de la diplomacia, firmando tratados y entablando negociaciones. Se comportaba como un venerable anciano burgués. El mariscal de campo Keitel parecía un ordenancista. Más de una vez había visto a tipos así, que respondían a todo como un soldado raso: «Cumplía órdenes»; cuando leyeron la orden que dictó sobre marcar a los prisioneros de guerra soviéticos, se encogió de hombros: «Fue un lamentable malentendido». Frank, el hombre que, después de haber cometido atrocidades en Polonia, rompió a llorar viendo Auschwitz en la pantalla, respondía de buena gana a las preguntas, descargaba toda la responsabilidad sobre Himmler, decía que se había ocupado exclusivamente del «traslado»: «Yo no era más que un subordinado administrativo». Lo observé mientras leían su informe sobre la liquidación del gueto de Varsovia. En él informaba acerca de que se había recogido la ropa y de que lo mismo se podía hacer con la chatarra; las tuberías del alcantarillado donde se escondían los supervivientes se habían inundado de agua. Escuchaba sus propias palabras con estupor, pestañeando. Cuando el fiscal mencionó que había robado un cuadro de Leonardo da Vinci, Frank respondió: «Me resulta difícil precisar cuánto valía la obra, no soy un entendido y, además, los precios variaban según al marco». El que sí que se consideraba un entendido era Alfred Rosenberg, que recogía ediciones raras de libros rusos; era un erudito, ideólogo del Partido Nazi. Al mismo tiempo cumplía varios cargos administrativos y se apropiaba de las riquezas de la Unión Soviética sin desdeñar siquiera las bagatelas: ordenó, por ejemplo, arrancar los dientes de oro a los judíos «dos o tres horas antes de la operación» (así se referían a los exterminios en masa).
De repente las horrorosas cifras se interrumpían con detalles de la vida cotidiana. El fiscal hablaba de las obras de arte expoliadas en diferentes países. Goering había amasado una excelente colección de cuadros de los viejos maestros. No sé por qué salió a colación, pero se mencionó una vez que, en vez de robar, había regateado el precio de un servicio de porcelana: ¡oh, sí, amaba la belleza! Enumerando sus títulos, no se olvidaba de hacer constar que había dirigido el departamento forestal y presidido la asociación de cazadores.
El exterminador de los checos, Neurath, explicó: «Los acontecimientos me pillaron por sorpresa. Hitler me mandó llamar y me dijo: “Es usted un hombre moderno, es decir, tiene sangre fría; dominará a los checos”». La especialidad de Streicher eran los judíos; parecía un viejo colérico cualquiera. Veinte años atrás, en el mismo Núremberg, había sido sospechoso de corruptor de menores, pero había logrado salir indemne. Cuando comenzaron a interrogarlo en relación con el número de judíos asesinados, se quedó sorprendido: «Siempre fui un ferviente seguidor de Theodor Herzl, siempre he apoyado la necesidad de dar Palestina a los judíos».
Los observaba y veía una sola cosa: miedo. Una cosa es matar a un millón de personas —es un programa, celo administrativo, disciplina del Partido, frenesí—, y otra muy diferente sentir que dentro de uno o seis meses te matarán a ti, Hermann, Julius, Rudolph, Alfred. Algunos trataban de discutir sobre el proceso judicial: Seyss-Inquart, que había cometido torturas en Holanda, tenía formación jurídica y de pronto recordó la base del derecho; otros trataban de complacer a los jueces con su sensibilidad o, al menos, con su cortesía y detallismo a la hora de testificar, y otros se esforzaban en achacar la responsabilidad a su vecino de banco y a Hitler. Hitler no estaba en Núremberg, pero de no haberse quitado la vida en un momento de arrebato tal vez también él le habría echado la culpa a los demás diciendo que él quería la prosperidad de Alemania y de toda Europa, pero que sus ideas se habían distorsionado, que muchos habían actuado a escondidas de él y lo habían engañado.
«Usted es un hombre moderno, es decir, tiene la sangre fría», le había dicho Hitler a Neurath. Tal vez estas palabras explican muchas cosas. Durante las largas audiencias del proceso se habló de las cámaras de gas, de lo que se suponía que tenían que hacer los administradores alemanes en Bakú tras ocupar la ciudad, de la utilización de los cabellos femeninos suministrados por Auschwitz. Todo era muy «moderno»: la ocupación de varios países, el plan para destruir Leningrado, la ejecución de los rehenes franceses y Babi Yar; una gran empresa o, si se prefiere, un trust gigantesco.
Un día, en un gélido pasillo, estuve conversando con Vsévolod Ivánov. Entonces lo conocía poco aún, nos habíamos visto pocas veces. Era un hombre lleno de ideas e imágenes enmarañadas, con una consciencia honesta y clara. Me preguntó con aire perplejo: «¿Cómo se hace para comprender todo esto?». «No lo sé», respondí. Para los jueces, en cambio, resultaba fácil: el delito era flagrante. Pero nosotros, los escritores, queríamos entender otra cosa: ¿cómo habían sido capaces aquellos hombres de llegar a perpetrar aquellas atrocidades y cómo habían podido los otros hombres cumplir sus órdenes sin rechistar? Queríamos comprenderlo, pero no podíamos.
Recordaba haber asistido en Poltava a juicios contra campesinos ignorantes y desesperados; recordaba a Landrú, encarnación del mito de Barba Azul, y al loco de Gorgulov: en esos casos vimos distorsiones del ser humano, pero, en Núremberg, había sólo una contabilidad sanguinaria. Di una ojeada al banco y de pronto pensé que si aquellos hombres estuvieran en un restaurante celebrando las bodas de plata del viajante Ribbentrop o la jubilación del funcionario bávaro Wilhelm Frick, nadie se dignaría mirarlos. Aquí acaba el mundo de Dostoievski y comienza el de los robots."
Curiosa fotografía en la que todos los procesados se retratan durante el Juicio contra la jerarquía nazi. |
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