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lunes, 25 de septiembre de 2017

EL AMANTE CÍNICO. EL PERIODISTA DEPORTIVO, de Richard Ford

EL AMANTE CÍNICO. EL PERIODISTA DEPORTIVO, de Richard Ford 

    "Antes de que se acabase mi matrimonio, pero después de la muerte de Ralph, durante aquel período errabundo de dos años en el que me compré una Harley-Davidson y me fui hasta Buffalo, di clases en un college, sufrí aquel ensueño que me absorbió durante tanto tiempo y empecé a perder mis lazos más íntimos con X sin siquiera darme cuenta, debí de acostarme con dieciocho mujeres distintas. Dadas las circunstancias, el número no me parece ni excesivo, ni especialmente escandaloso o sorprendente. Estoy seguro de que X lo sabía, y retrospectivamente veo que hizo lo posible para adaptarse. Intentó que yo no me sintiera tan mal. Procuraba no hacerme preguntas, ni tampoco me pedía explicaciones los días en que me iba fuera por trabajo, a alguna meca deportiva como Denver o San Luis. Seguramente, esperaba que un día u otro se me pasaría, como ella creía que se le había pasado (aunque ahora no piense lo mismo, dondequiera que esté; y ojalá esté bien). Nada de esto hubiera sido tan terrible si con las mujeres a las que «veía» me hubiera empeñado en fingir que todo era mucho más profundo de lo que era. Cualquiera que se gane la vida viajando sabe que eso es un error. En las épocas bajas, yo me quedaba, por ejemplo, solo al final de un partido, en la tribuna de prensa de algún palacio de los deportes americano de cemento y acero. Muchas veces, había una reportera terminando su último artículo. Se me había agudizado la vista para localizar a esas rezagadas. Acabábamos tomando unos martinis en algún bar ambiental y panorámico, luego íbamos a un pequeño apartamento de las afueras con mi coche alquilado. El apartamento tenía lamparillas de pie, terraza hawaiana y alfombras de cáñamo, y había una hija esperando, una pequeña Mandy o Gretchen. Y en un abrir y cerrar de ojos, la niña estaba dormida, sonaba música lenta, las copas se llenaban de vino y la reportera y yo nos desplomábamos juntos en la cama. ¡Y bingo! De pronto, deseaba con toda mi alma formar parte de aquella vida. Deseaba entrar en aquella pequeña existencia y participar plenamente en ella, aunque fuese fugazmente, y compartir sus ilusiones secretas, sus esperanzas... «Te quiero», me había oído decir a mí mismo más de una vez a Becky, Sharon, Susie o Marge, ¡y sólo las conocía desde hacía cuatro horas y quince minutos! Yo me lo creía a pies juntillas y para demostrarlo disparaba una andanada de preguntas curiosas. Me interesaba por los qués, quiénes y porqués de su vida. Todo para entrar en su vida, perder la terrible distancia que nos separaba y, durante unas pocas horas, ir a la deriva, cerrar la puerta, simular intimidad, interés, expectación, y resolverlo todo en un confuso romance nocturno. «¿Por qué fuiste a Penn State y no a Bryn Mawr?» Ya. «¿En qué año dejó el servicio tu marido?» Hum. «¿Por qué tu hermana se lleva mejor con tus padres que tú?» Es lógico. Como si saberlo todo hubiera podido cambiar en algo las cosas. Desde luego, aquél era el peor cinismo del mundo, el más cobarde. No el efecto levemente vigorizante de acostarse juntos, que no podía hacer daño a nadie, sino el hecho de pedirles que me lo contaran todo cuando yo no tenía nada que contar a cambio, ni podía comprometerme a nada. Sólo podía prometerles, lo que resulta ridículo, que seguiríamos «siendo amigos», y a la mañana siguiente escabullirme lo antes posible, para dedicarme a mis asuntos o volver a casa. Lo peor era el sentimentalismo, la compasión por la solitaria vida de alguien (es lo que sentía casi siempre, aunque entonces no lo hubiera admitido). Pasaba de la compasión al interés y del interés al sexo. Es lo mismo que hacen los peores periodistas deportivos cuando se ponen frente a alguien que acaba de recibir un golpe en la cabeza y le preguntan: «Mario, ¿en qué pensabas cuando tu cara empezó a tomar el aspecto de un tomate maduro? ¿En qué pensaste mientras contaba hasta diez?» No fui consciente de lo que estaba haciendo hasta mucho después, después de los tres meses que pasé dando clases en el Berkshire College, de la época en que viví con Selma Jassim, a quien no le interesaban las confidencias. Intentaba ser consciente de mí mismo y ser consciente de alguien más. No es una aproximación al amor muy original. Y no funciona. Conduce a una terrible ensoñación, a la abstracción más remota."

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