EL EJÉRCITO BLANCO EN LA REVOLUCIÓN RUSA. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg
"En las estaciones había que saltar por encima de cuerpos tendidos por el suelo: enfermos de tifus, refugiados, especuladores.
Ese muchacho de cabello rizado, que aún ayer cantaba: «Lucharemos con valentía por el poder de los soviets», ahora decía a voz en cuello: «Lucharemos con valentía por la santa Rusia y exterminaremos a todos los judíos». Nunca sintió el deseo de entrar en combate, vende botas de fieltro robadas de un almacén.
Los cosacos eran feroces. Era el resultado de su tradición, de su rencor por haber visto su vida puesta patas arriba, destrozada, y por la confusión imperante propia de la época.
En el ejército de los blancos había hombres de las Centurias Negras, ex miembros de la Ojrana, gendarmes, verdugos. Desempeñaban cargos importantes en la administración, en el contraespionaje, en la OSVAG. Afirmaban (y tal vez lo creían) que el pueblo ruso estaba sometido a los engaños de los comunistas, de los judíos y de los letones; bastaba con azotarle y luego encadenarlo para restablecer el orden.
Muchos años después compré en París un poemario de un tal Posazhnói que se denominaba a sí mismo «húsar negro». Trabajaba en la fábrica Renault, maldecía a los «franceses comedores de ranas» y lloraba por su pasado grandioso al acordarse de su caballo de batalla: «Entró Pegaso en el comedor, bebió vino de Kajetia, comió un ramo de rosas blancas y defecó con solemnidad en la bandeja. ¡No era una época de descarados, el público gritaba “¡Hurra!”, los músicos tocaban con frenesí la zurná! ¡Callaos, recuerdos míos!». Expresaba sus ideales de este modo: «Los que hoy son rojos, perecerán. ¡Al diablo con ellos, ya es hora! Y burbujeará de nuevo la espuma en las copas de aquellos que antaño fueron junkers». Reía leyendo estas imprecaciones en 1929, pero en 1919 los tipos como Posazhnói irrumpían en los vagones, abofeteaban a la gente, fusilaban.
No obstante, lo que más abundaba en el ejército de los blancos era gente que había perdido el juicio, con el cuerpo devorado por los piojos y el corazón por las ofensas reales e imaginarias, por las matanzas, por los arrestos y fusilamientos, por el llanto de las ciudades que pasaban de mano en mano, por la certeza de que mañana ellos mismos serían llevados contra ese mismo sucio paredón al que conducían a un nuevo grupo de «sospechosos».
Leonhard Frank tituló uno de sus libros El hombre es bueno. Pero el hombre no es bueno ni malo: puede ser bueno, pero también malvado. Como es natural, entre los blancos no sólo había gente sádica, sino muchas personas de lo más corriente, más bien de natural afables y que en otro tiempo nunca hicieron daño a nadie. Pero tuvieron que dejar la bondad en sus casas junto con el confort y las bagatelas familiares. La crueldad estaba dictada por la desesperación. Ni siquiera en otoño de 1919, cuando se apoderaron de Oriol, los blancos se sintieron triunfadores. Avanzaban con premura como en un país extraño, veían enemigos en todas partes. En las tabernas, los oficiales blancos exigían que el cantante de turno entonara para ellos la romanza de moda: «Tú serás el primero, ten cuidado de que no encalle tu navío. Cuanto más acerados sean tus nervios, más cercano está el objetivo». Las borracheras a menudo acababan a tiro limpio: disparaban contra los clientes, contra los espejos o al aire; aquellos oficiales creían ver en todas partes guerrilleros, militantes de organizaciones clandestinas, bolcheviques. Cuanto más gritaban vanagloriándose de la firmeza de sus nervios, más claro estaba que flaqueaban; su objetivo se diluía en una neblina de alcohol, envidia, miedo y sangre.
Entre los voluntarios también había personas alistadas por pura casualidad, románticos ingenuos o faltos de voluntad que se habían dejado persuadir por sus camaradas, hipnotizados por los discursos sobre la «fidelidad», el «honor», el «juramento».
También yo encontré a uno de esos extraviados; era un alférez a quien le gustaban las poesías de Blok. Sabe Dios cómo fue a parar al Ejército Blanco. Me salvó la vida y confieso con amargura que no me acuerdo de su nombre. Fue entre Mariúpol y Teodosia. Llevábamos mucho tiempo en el barco: primero se declaró un incendio; luego, el barco se quedó aprisionado por el hielo en el mar de Azov. No había pan. Los enfermos de tifus reptaban por el hielo. Una de las últimas noches, un fortachón enorme, tocado con gorro alto de piel, me arrastró a la cubierta helada. Todos dormían. El oficial era mucho más fuerte que yo, pero había bebido más de la cuenta. Luchamos. Él repetía de modo estúpido: «Te voy a bautizar».
Me empujaba hacia la borda. Recuerdo que pensé: «Bien, nos caeremos juntos al agua». Jadviga, que viajaba con nosotros, al oír los gritos se precipitó hacia el compartimento de la tripulación donde estaba el alférez cuyo nombre he olvidado. Éste subió a cubierta y dijo: «¡Alto o disparo!». Al ver el revólver, mi «padrino» dejó de agarrarme."
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