EL MATRIMONIO ENTRE UNA HIMMLER Y UN JUDÍO. LOS HERMANOS HIMMLER, de Katrin Himmler
"Más tarde, en un círculo de debate para descendientes de víctimas y verdugos del nacionalsocialismo, observé con extrañeza que los hijos de los perseguidos tenían que desempeñar un papel exculpatorio para los hijos de los verdugos. Tenían que consolarlos y dejar que les lloraran todas sus penas para luego concederles la absolución. Esta observación me asustó.
Si a Dani y a mí también nos había juntado el secreto deseo de reconciliación entre ambos bandos, lo cierto es que en nuestro día a día se notaba muy poco. Aquel verano librábamos duras peleas en las que nuestras distintas herencias familiares influían más de lo que queríamos reconocer.
En principio, Dani no parecía tener «ningún problema» con el hecho de convivir con una sobrina nieta de Heinrich Himmler en la antigua capital del Reich. Pero había momentos en los que el entorno se le volvía hostil y llegaba a convertirse en una amenaza para él, sobre todo cuando se veía enfrentado a la autoridad, al normativismo rígido y tozudo de los alemanes. Entonces, cualquier conductor de autobús poco amable enseguida se transmutaba en «nazi». Al principio me hacía gracia, pero después me ponía furiosa. Es posible que me aterrara también la contundencia de las emociones que lo asaltaban en esos momentos. Cuando ocurría, se abría entre nosotros un abismo de incomprensión. Y se repetían situaciones, palabras explosivas o imágenes que desataban reacciones violentas en los dos.
Cierta vez que volvíamos a discutir porque Dani le había endilgado por lo bajo un «maldito nazi» a alguien y yo le exigía que matizara sus juicios sobre otras personas, me replicó airado: «Para ti lo más importante es no perder nunca la decencia». Una frase horripilante. La palabra «decencia» tenía para mí connotaciones atroces. Me recordaba el espeluznante discurso que mi tío abuelo había pronunciado en Poznan [Posen], en el que se elogió a sí mismo y a sus jefes de grupo de la SS por la «decencia» con que habían realizado sus actos asesinos. Al instante, Dani estaba arrepentido; pero yo no podía desligar esos términos de su carga histórica. En situaciones como aquella fuimos cobrando conciencia de lo fresca que estaba la historia, siempre al acecho bajo la superficie de las cosas. En el día a día nos creíamos muy seguros en nuestro trato con el pasado, pero cuando se presentaba un conflicto quedábamos irreconciliablemente reducidos a la condición de descendientes de víctimas y verdugos, de judíos y alemanes.
Se ha escrito mucho sobre el dominio que las experiencias de la época nacionalsocialista ejercen durante generaciones tanto en las familias de las víctimas como en las de los verdugos. Las víctimas suelen tener pesadillas durante toda la vida y se atormentan no sólo con sus recuerdos sino también con la vergüenza: vergüenza por las humillaciones sufridas, pero también por el hecho de haber sobrevivido. Incluso sus hijos y sus nietos siguen padeciendo pesadillas llenas de miedo y persecución. También Dani, quien soñaba a menudo con desconocidos que lo perseguían y mataban. Yo conocía esas pesadillas de la infancia. Ahora soñaba muchas más veces con que era yo la que ejercía la violencia contra otros.
Después de la guerra, antes de emigrar a Israel, la abuela de Dani redactó un acta basada en su recuerdo de los hechos. El horror de sus experiencias, el omnipresente miedo a la muerte sólo se pueden intuir tras las sobrias palabras; por ejemplo, cuando describe cómo la familia tuvo que cambiar de escondite en muchísimas ocasiones o cuántas veces se libraron por los pelos de ser entregados a la Gestapo, pese a sus documentos falsos y a los sobornos que pagaban constantemente. El padre de Dani tardó mucho en comprender cómo esa traumática experiencia que vivió de niño marcó su vida posterior. Hasta el año pasado no logró armarse de valor para leer el acta de su madre y hacerla traducir para nosotros y para su nieto.
También los documentos de mi abuela Paula permanecieron durante décadas sepultados entre otros papeles en la casa de mi padre sin que él jamás les echara un vistazo. Sólo las investigaciones para este libro revelaron su existencia a mi familia.
El psicólogo israelí Dan Bar-On ha señalado el «muro de silencio», levantado a lo largo de muchos años, que lastra a las familias de las víctimas y los verdugos. Un muro casi imposible de romper porque los descendientes —la segunda e incluso la tercera generación— van transmitiendo unos a otros las leyendas familiares, con lo que se convierten en «cómplices» de la generación mayor. No son buenas condiciones para reconstruir la historia lo más verazmente posible. No sólo porque con todos los años que han pasado la maraña prácticamente ya no se puede deshacer; no sólo porque ha transcurrido demasiado tiempo ni porque los recuerdos, en el trascurso de una vida, se «sobrescriben» una y otra vez y, por tanto, no son nada fiables; sino también porque cada miembro de la familia ha desarrollado su propia versión de la historia y, de repente, una misma historia presenta muchas «verdades». Es lo que he descubierto mientras trabajaba en este libro."
Katrin y Dani |
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