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martes, 31 de octubre de 2017

GILGAMESH Y LA MUERTE

GILGAMESH Y LA MUERTE

«Gilgamesh, ¿a dónde vagas tú? La vida que persigues no hallarás. Cuando los dioses crearon la humanidad, La muerte para la humanidad apartaron, reteniendo la vida en las propias manos. Tú, Gilgamesh, llena tu vientre, goza de día y de noche. Cada día celebra una fiesta regocijada, ¡Día y noche danza tú y juega! Procura que tus vestidos sean flamantes, tu cabeza lava; báñate en agua. Atiende al pequeño que toma tu mano. ¡Que tu esposa se deleite en tu seno! ¡Pues ésa es la tarea de la humanidad!»

(“Poema de Gilgamesh”, Tablilla X, Columna III – h. 1500 a.C.). Foto del museo de la ciudadela de Amman, Jordania, con un craneo de la Edad de Bronce: lleva practicadas 3 agujeros para aliviar algun dolor o enfermedad de este antiguo jordano

EL VIEJO RECUERDO. TRILOGIA DEL VAGABUNDO, de Knut Hamsun

EL VIEJO RECUERDO. TRILOGIA DEL VAGABUNDO, de Knut Hamsun
    "...Y heme aquí de nuevo escuchando el murmullo del bosque. ¿Es el mar Egeo que se extiende y que resuena? ¿Es acaso la Climma, la corriente marina? Se me va la cabeza de tanto escuchar con el oído atento. Surgen en mí recuerdos de mi vida: mil alegrías, música y ojos y flores. No existe nada tan magnífico como el murmullo del bosque, parece mecerle a uno; es como la locura: Uganda, Tananarive, Honolulú, Atacama, Venezuela…"

lunes, 30 de octubre de 2017

AUSCHWITZ, TREBLINKA. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres

AUSCHWITZ, TREBLINKA. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres 

    "En sus recuerdos de Auschwitz, Primo Levi relata cómo los guardianes alemanes se reían asegurando que nadie escaparía con vida para contarlo pero que si alguien lograba sobrevivir y lo contaba, nadie lo creería.
   El sosiego, la paz que emana hoy día de las piedras, los árboles y las nubes de Treblinka parece anormal: la naturaleza debería estar chillando aún, aquí debería masticarse la sangre. Pero no hay más olores que los del campo en invierno ni más ruido que el de las hojas frotadas por el viento. Incluso los jóvenes judíos que habían llegado desde Israel parecían venir de excursión. Eran cientos de ellos, llevaban velas y ramos de flores, caminaban entre las lápidas huérfanas del monumento conmemorativo, se hacían fotos debajo del dolmen. Unos ondeaban banderas con la estrella de David, otros gritaban y voceaban como forofos de fútbol. Sus profesores se limitaban a decirles dónde colocar las flores. Ni a Aśka ni a mí, únicos gentiles a la vista, nos pareció —para decirlo suavemente— la actitud más adecuada para visitar un lugar que rebosaba tanto dolor, una explanada donde cabían tantos muertos. Era como si estuvieran celebrando algo, pero no sabíamos qué. No nos apeteció participar en aquellas intempestivas muestras de alegría y seguimos caminando rumbo al campo de trabajo y al muro de ejecución.
    Nadie nos acompañó. Tardamos casi una hora en llegar hasta las tumbas de los prisioneros polacos fusilados por los nazis. Nos detuvimos para leer los nombres en las lápidas custodiadas por las hierbas y los altos chopos. Algunos tenían la fecha de nacimiento y la de ejecución; había mujeres y hombres, la mayoría eran muy jóvenes. Regresamos en silencio, por el mismo camino de tierra. Tampoco nos cruzamos con nadie. Uñas gotas de agua nos hicieron temer que acabaríamos empapados, pero aquel tímido preludio de lluvia terminó en nada y un sol escuálido asomó su pálida cara entre las nubes.
    Ninguno de aquellos muchachos judíos se acercó para rendir homenaje a los veinte mil polacos asesinados por los alemanes. Habían volado desde Israel para honrar a sus muertos, pero no iban a caminar un par de kilómetros más para contemplar unas cuantas cruces clavadas en el suelo. No eran asunto suyo. En Shoah, Lanzmann entrevistó al maquinista que conducía el tren cargado de prisioneros hasta Treblinka: un viejo polaco de cara arrugada como una pasa que, en un momento dado, dijo que aún entonces, tantos años después, seguía sin poder quitarse de la cabeza el grito insoportable de los judíos que iban en los vagones, el lamento interminable que resonaba a través de los campos y las vías. Las lágrimas le asomaban a los ojos. Pero también entrevistó a un campesino polaco que trabajó junto al campo de exterminio en 1942 y 1943. Lanzmann dijo si se había asomado detrás de la colina y había visto lo que los alemanes les estaban haciendo a los judíos. Le preguntó qué sintió entonces. El hombre se encogió de hombros y dijo que nada especial. Fue aun más específico: «Si a usted le cortan un dedo, a mí no me duele.»"

viernes, 27 de octubre de 2017

APÓSTOLES Y ASESINOS, de Antonio Soler

APÓSTOLES Y ASESINOS, de Antonio Soler 

    "Las buenas intenciones se deshicieron con la misma naturalidad con que el sol derrite la nieve. La CNT recibió la bendición de Madrid y trató de reorganizarse internamente. Lo consiguió, pero de un modo temporal. Una facción seguía dominando sobre otra. Los pacíficos, por llamarlos de algún modo, seguían oficialmente por encima de los partidarios de la acción violenta. Pero la clandestinidad dejaba sus vicios, su entramado críptico, sus células casi autónomas, su vida dura pero poco laboriosa.
    Seguí, Pestaña, Peiró, Piera van imponiendo sus tesis no violentas. Se reabren locales, se celebran asambleas y se normalizan las cotizaciones. Después de mucho tiempo, al fin el sindicato se centra en las cuestiones de carácter puramente laboral.
    En el otro lado de la balanza los radicales no están dispuestos a la mansedumbre de los comités, las asambleas y unas negociaciones que, según su óptica, siempre se inclinarán del lado de la patronal si ésta no está sometida a la presión de las armas. Van a actuar por su cuenta. Y si el dinero para sus actividades no sale de las arcas del sindicato lo hará justamente de las del enemigo más feroz. La banca. Está a punto de llegar la era de los atracos.
    Los resultados son desastrosos para la CNT. Según Ángel Pestaña, en el sindicato conviven los que delinquen creyendo servir a sus ideas y los que asesinan por dinero y esconden su amoralidad detrás de la bandera anarquista.
    Pestaña describiría la situación por escrito algún tiempo después: «La organización perdió el control de sí misma y después perdió su crédito moral ante la opinión. La CNT llegó a caer tan bajo en el crédito público que decirse sindicalista era sinónimo, desgraciadamente, de pistolero y malhechor, de forajido, de delincuente ya habitual». Y continúa: «Todos los ingresos de la administración sindical se dedicaban a sostener un ejército de gente que no quería trabajar, buscando por todos los procedimientos justificar jornales en la organización. Además, se creó el mito de la revolución. Había que prepararse para la revolución, y prepararse para la revolución era gastar en comprar pistolas todos los fondos de los sindicatos… Para cultura no había pesetas, pero las había para comprar pistolas».
    El resentimiento de Pestaña es grande. Él ha visto la cara de la revolución. Empieza a no creer en grandes palabras. Todas ellas las cambia por un trabajo cotidiano, sostenido, a favor de la clase obrera, en una mejora salarial que le dará mayor dignidad y sobre todo le permitirá el acceso a la cultura para así ser más libres, más fuertes. Él y los pacíficos, con Seguí en primera línea, intentan en esa etapa crear una Escuela Normal para la formación de maestros racionalistas. Emplean fondos y esfuerzos, pero el proyecto no pasa de un mero pasaje efímero y sin trascendencia. La labor de reorganización que requiere el sindicato es enorme.
    Tras el paso de Anido y Arlegui por Barcelona la CNT se encuentra en medio de un desastre organizativo. El siniestro dúo casi ha logrado su objetivo de desarticular el sindicato. Las asambleas dejan constancia de la precariedad financiera en la que se encuentran. Los comités Pro-presos apenas pueden atender al gran número de compañeros encarcelados. Como recuerda Ángel María de Lera, «faltaba dinero en grandes cantidades y urgentemente».
   Es entonces cuando surgen los atracadores. Algunos, dice De Lera, «se lanzaron a los “golpes económicos” para aliviar la situación de los sindicatos y contribuir, efectivamente, al sostenimiento de los presos, pero los hubo también que se valían de tales excusas para encubrir su comportamiento de verdaderos forajidos». Unos entregaban el botín completo a la CNT, otros apenas «una pequeña limosna». Una limosna que de todos modos era recogida por la organización y que ni los más puristas, Seguí, Pestaña, Peiró, acorralados por el desastre económico, rechazaron. «Hubo así dinero, pero un dinero sucio que sólo servía para encenagar las conciencias de todos: ejecutores, encubridores y organismos beneficiarios», sigue rememorando De Lera.
    No. Nadie rechazó el dinero, pero, como certeramente apunta el escritor, ese dinero sumado a la sucesión de asesinatos que en los últimos tiempos habían empañado de sangre las siglas cenetistas deja un rastro cenagoso. La CNT, para algunos, empieza a ser un sueño truncado. Una especie del orteguiano no es esto, no es esto. Y el primero, o uno de los primeros en pensarlo es Salvador Seguí, acorralado o al menos orillado por los acontecimientos"

jueves, 26 de octubre de 2017

MADUREZ. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

MADUREZ. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

    "Leí los informes de las reuniones del concilio ecuménico convocado por el Vaticano con mucha curiosidad. Se parecían a los debates de algunos parlamentos de Europa occidental, aunque el concilio no debatía puntos de una constitución, sino los dogmas que antes se tenían por indiscutibles: la inmaculada concepción de la Virgen o la responsabilidad de los judíos en la crucifixión del Cristo. Los obispos liberales proponían sustituir las cadenas de hierro por cinturones de caucho. Es poco probable que la adaptación de los dogmas antiguos a la mentalidad moderna los salve de la extinción.
    Para millones de personas, la mitad de la década de 1950 fue la época del ocaso de diferentes mitos que nadie tiene el poder de resucitar. Está claro que es más difícil vivir bajo un cielo plagado de satélites que bajo un cielo poblado por dioses o ángeles. Es más difícil confiar en la fuerza del humanitarismo que en la sabiduría de la persona ascendida al puesto de líder. Pero existe una época de la niñez y una época de la madurez, y las épocas no son productos de un catálogo, las épocas no se eligen."

miércoles, 25 de octubre de 2017

PESTAÑA. APÓSTOLES Y ASESINOS, de Antonio Soler

ANGEL PESTAÑA Y LOS EMPRESARIOS ASESINOS. APÓSTOLES Y ASESINOS, de Antonio Soler 

    "La vida personal de Pestaña va de periódico en periódico. El público sabe entonces de sus penurias de la infancia, que vive dentro de una modestia espartana en el mismo piso de la calle San Jerónimo que alquiló a su llegada a Barcelona en 1914. Cuando no ha trabajado para la Soli, el único dinero que Pestaña ha percibido es el que honradamente gana con su oficio de relojero, un dinero incierto a causa de las temporadas que pasa detenido y cuya escasez obliga a María a trabajar primero en una fábrica y después como lavandera. Las palabras de María, hablando de su Ángel y de su vida a El Diluvio refuerzan esa percepción generalizada de avasallamiento: «En mi casa no hay un céntimo. Hemos de trabajar todos para poder comer y vivir, tan modestamente como el más humilde de los obreros…».
    Los médicos del hospital, testigos directos de lo que ocurre, dan un definitivo aldabonazo al denunciar públicamente la descarada y amenazante actitud de los pistoleros, resueltos a acabar con la vida de su paciente. Reclaman protección a las autoridades.
    Éstas, para cubrir el expediente, mandan detener a varios miembros del Sindicato Libre de Manresa. Entre ellos hay un individuo apodado el Tromqui y otros dos, Joan Pladevilla, más conocido como Joan de la Manta, e Isidro Viñals que sí han participado, y muy activamente como veremos, en el atentado y que muy pronto son puestos en libertad sin cargos.
    El caso llega al Congreso de los Diputados de la mano de Indalecio Prieto. El líder del PSOE interpela en la cámara al presidente del Gobierno y lo acusa de complicidad con unos asesinos que impunemente mantienen asediado el hospital donde se encuentra herido un representante sindical, protegido por su mujer y su hija, por unos cuantos compañeros desarmados y por unos valerosos médicos que cumplen con sus funciones mucho más allá de donde dicta su juramento hipocrático.
    El jefe del Gobierno, Sánchez Guerra, incómodo por la magnitud que están alcanzando los hechos, promete tibiamente tomar cartas en el asunto. Demasiado tibiamente. Tanto, que el astuto don Inda, buen conocedor de los bajos fondos de la sociedad y del alma humana, al final de la sesión parlamentaria se queda tan preocupado por la suerte de Pestaña como lo estaba al inicio de la misma y decide seguir puntualmente informado de lo que está ocurriendo en Manresa, a más de seiscientos kilómetros de distancia. Indaga, pregunta. Y así es como recibe un informe confidencial.
    En ese informe se dice que a pesar de la interpelación en el Congreso, las autoridades de Barcelona se mantienen firmes en la decisión de no intervenir y dejarán completa libertad de movimientos a los pistoleros. Éstos, inquietos por la trascendencia que ha tomado el asunto, están decididos a zanjar el asunto cuanto antes. Si hay que asaltar el hospital, lo harán.
    Indalecio Prieto, la historia se ha encargado ampliamente de acreditarlo, no era hombre de amilanarse. Una vez leído el informe sabe que la vida de Pestaña pende de un hilo y que el tiempo es fundamental. Imposible esperar a una nueva sesión parlamentaria. Don Inda pone en movimiento su oronda anatomía y al caer la tarde monta sus sobrados ciento veinte kilos en la parte trasera de un petardeante automóvil y da instrucciones al chófer. Sabe que sólo desde las más altas instancias puede evitarse la muerte del sindicalista. Se dirige al despacho oficial de Sánchez Guerra.
   El jefe del Gobierno no se encuentra allí. Prieto, atosigado por el agosto madrileño, vuelve al automóvil con su andar bamboleante y decidido. Se queda unos minutos conversando con el chófer en la acera. Le pregunta a éste por su familia, mira las copas recalentadas de los árboles, como cabezas de locos, con pájaros alborotando y nervaduras torturadas. Prieto no deja de rumiar mientras el chófer fuma y habla. Hasta que toma una decisión. Monta en el auto y da una nueva dirección.
    El diputado socialista empieza una rara ronda. Va de un lugar a otro en busca del jefe del Gobierno. En vano. Se cierra la noche. No se da por vencido. En un par de sitios le dicen que el presidente acaba de salir. «Lo vamos oliendo, don Inda», lo anima el chófer, a esas alturas completamente implicado en el rastreo. Hasta que, ya de madrugada y como última opción, ponen rumbo a Villa Rosa, un local nocturno de moda frecuentado por toreros, artistas, políticos y putas de postín.
    Sánchez Guerra está en animada conversación con un par de diputados conservadores, varios hombres de negocios y una cupletista sin identificar. Al ver acercarse a Prieto esboza una sonrisa, que le dura menos de un segundo. Hasta la papada de Prieto venía rígida. El socialista, sin preámbulos, le pide un aparte. Todos los presentes, menos la cantante, hacen amago de levantarse. Sánchez Guerra los detiene con un gesto. Es él quien se levanta y camina hacia un reservado con Indalecio Prieto. Éste no tarda en ponerlo al corriente de lo que ha leído en el informe. Tiene la certeza de que van a asesinar a Pestaña y de que eso puede poner Barcelona, Cataluña, en pie de guerra. La respuesta de la CNT a una vileza de esa tipo va a ser descomunal. El Ejército en la calle, otra vez.
    El jefe del Gobierno, con su mirada sombría, la calva habitualmente despeinada y su aire sempiterno de jeque en el destierro, le clava las pupilas y después de un instante, aunque sabe que la cuestión está de sobra, pregunta: ¿Está usted seguro de eso que está diciendo, Prieto? El socialista se limita a mantenerle la mirada, los ojos de huevo, el óvalo de la cara como una montaña.
    «Está bien», expira sonoramente por la nariz Sánchez Guerra.
    «No hay tiempo que perder, presidente –añade Prieto–, ni un segundo.»
El otro asiente, la barba de púas grises y blancas como una alambrada a medio nevar se mece afirmativamente en la penumbra. Llama a un asistente. Pide que lo lleven a una dependencia con teléfono. Prieto sale. Sube al coche y pregunta al conductor si sabe de algún sitio donde a esas horas den de cenar en paz.
  Mientras el coche se pierde por la madrugada veraniega de Madrid, Sánchez Guerra está telefoneando a Martínez Anido. Lo levanta de la cama. Tienen una conversación tensa. Sánchez Guerra debe recurrir a toda su autoridad y al cargo incuestionable de jefe de Gobierno para doblegar al general. Éste, agrio, acata. Pero todavía tiene ánimo para amenazar con desgracias incalculables. Sánchez Guerra también corta ese fuego. Pide silencio y diligencia en el cumplimiento de sus órdenes. Bajo ninguna circunstancia puede ser agredido Ángel Pestaña. «Usted me responde de su vida», cierra la conversación Sánchez Guerra. La enemistad queda sellada entre ambos.
    La mañana siguiente, María comprueba que los movimientos de los matones alrededor del hospital han cesado. No hay rastro de ellos.
   Aunque fueron identificados, ninguno fue detenido. Todos eran miembros de una banda del Sindicato Libre. Quien dirigía el grupo y les dictaba sus objetivos era, oh, casualidad, el inspector Honorio Inglés. Los integrantes eran Isidro Viñals, Carles Baldrich, Ramón Ródenas y Joan Pladevilla alias Joan de la Manta. El que gritó a ti te busco y disparó en la cabeza a Pestaña fue Viñals.
    No sólo eso. Se supo algo más. Por ejemplo, unos meses después, se supo que la empresa que había sufragado el atentado había sido la Hispano-Suiza. Y que el dinero de esta empresa pasó por el despacho de la persona que había ordenado el atentado, el general Severiano Martínez Anido.
   Desde el gobierno civil y por vía de Juan Oller Piñol (sí, el luego biógrafo o hagiógrafo de Martínez Anido) se hizo correr la versión –con poco éxito y bastantes lagunas– de que el atentado había sido perpetrado por pistoleros de la propia CNT, enemigos de la moderación que Pestaña, Seguí o Peiró representaban."

EL EJEMPLO DEL PADRE. LOS AÑOS DE DOWNING STREET, de Margaret Thatcher

EL EJEMPLO DEL PADRE. LOS AÑOS DE DOWNING STREET, de Margaret Thatcher 

    "Suscitaríamos más odio, pensaba yo, si renegábamos de nuestras promesas de conservadurismo radical con un giro de 180 grados que si seguíamos resueltamente hacia adelante a través de cualquier ataque que los socialistas lanzaran contra nosotros. Percibía, como aparentemente también había percibido Jim Callaghan en el curso de la campaña, que se había producido un cambio de marea en la sensibilidad política del pueblo británico. Habían renunciado al socialismo —el experimento de treinta años había fracasado claramente— y estaban dispuestos a probar otra cosa. Ese cambio de marea era nuestro mandato.
    Y existía otro factor más personal. En una célebre observación, Chatham dijo: «Sé que puedo salvar este país y que nadie más puede». Hubiera resultado presuntuoso por mi parte compararme con Chatham. Pero, para ser sincera, debo reconocer que mi regocijo provenía de una convicción interna parecida.
    Mi origen y mi experiencia no eran los de un primer ministro conservador tradicional. Tenía menos posibilidades de depender de una deferencia automática, pero quizás también me sintiera menos intimidada por los riesgos del cambio. Mis compañeros más veteranos, que habían alcanzado su madurez política en la crisis de los treinta, tenían una visión más resignada y pesimista de nuestras posibilidades políticas. Puede que estuvieran demasiado dispuestos a aceptar al Partido Laborista y a los sindicalistas como intérpretes auténticos de los deseos de los ciudadanos. Yo no sentía que necesitara un intérprete para dirigirme a gente que hablara el mismo idioma que yo. Y percibía como una verdadera ventaja el que hubiéramos vivido el mismo tipo de vida. Me parecía que las experiencias que había vivido me habían equipado curiosamente bien para la lucha que me esperaba.
Había crecido en un hogar que no era ni pobre ni acomodado. Teníamos que economizar todos los días a fin de poder disfrutar de algún que otro lujo. En ocasiones se cita el hecho de que mi padre fuera tendero como la base de mi filosofía económica. Así fue —y es— pero su filosofía original comprendía más que simplemente asegurarse de que los ingresos superaran ligeramente a los gastos al final de la semana. Mi padre era un hombre tanto práctico como teórico. Le gustaba relacionar el progreso de nuestra tienda con el complejo romance del comercio internacional, que recurría a gente de todo el mundo para garantizar que una familia de Grantham pudiera tener en su mesa arroz de la India, café de Kenya, azúcar de las Indias Occidentales y especias procedentes de cinco continentes. Antes de haber leído una sola línea de los grandes economistas liberales, sabía por las cuentas de mi padre que el mercado libre era como un enorme y sensible sistema nervioso, que respondía a sucesos y señales en todo el mundo para abastecer a las siempre cambiantes necesidades de los habitantes de diferentes países, de diferentes clases sociales, de religiones distintas, con una especie de benigna indiferencia a su condición."

Con 15 ó 16 años

martes, 24 de octubre de 2017

LA MUERTE DE DENYS FINCHHATTON. AL OESTE CON LA NOCHE, de Beryl Markham

LA MUERTE DE DENYS FINCHHATTON. AL OESTE CON LA NOCHE, de Beryl Markham 

    "Un día me pidió que me fuera con él a Voi y por supuesto le dije que sí. Por aquel entonces Voi presumía de ser una ciudad, pero apenas era una palabra bajo un techo de hojalata. Se extiende al sur, al sudeste de Nairobi en el corazón del país de los elefantes, un lugar seco en una bolsa de colinas aún más secas.
    Denys dijo que quería intentar algo que nunca se había hecho antes. Dijo que quería ver si se podía ojear elefantes en avión; pensaba que en caso afirmativo los cazadores estarían dispuestos a pagar muy bien el servicio.
    Me pareció una buena idea, incluso una idea escalofriante, y se lo hice saber a Tom un poco emocionada.
    -Me voy con Denys a Voi. Quiere saber cómo pueden ojearse elefantes desde el aire y si sería posible mantener a una partida de caza más o menos en contacto con una manada en movimiento.
    Tom estaba apoyado en un banco de trabajo del hangar recién construido de la Wilson Airways garabateando cifras en un trozo de papel. Archie Watkins, como sacerdote de los magos del motor, un hombre grande, rubio, tartamudo y con una veneración casi sagrada al himno de los pistones ronroneantes, dio los buenos días con una sonrisa a través de un bosque de cables y perros. Era un día para volar. El hangar abierto daba al aeródromo, a las llanuras y a un pedazo de cielo solitario de nubes.
    Tom se metió el trozo de papel en la chaqueta de cuero que siempre llevaba puesta y asintió:
    -Parece algo muy práctico hasta cierto punto. Encontraréis muchos más elefantes que sitios para aterrizar, una vez que los hayáis encontrado.
    -Sí, seguro, pero merece la pena intentarlo. Las ideas de Denys siempre lo merecen. De cualquier forma sólo iremos a Voi y volveremos. Nada de aterrizajes violentos. Si la cosa funciona será una buena forma de vida. Cuando piensas en toda la gente que viene aquí a buscar elefantes y en todo el tiempo que emplean, y…
    Ya lo sé -dijo Tom-, es una idea excelente.
    Se apartó del banco, salió del hangar y miró el campo. Permaneció allí un minuto más o menos sin moverse y después volvió.
    -Hazlo mañana, Beryl.
    -¿Por el tiempo?
    -No. El tiempo está bien. Sólo hazlo mañana, ¿lo harás?
    -Supongo que sí, si tú me lo pides, pero no veo por qué.
    -Ni yo -dijo Tom-, pero es así.
    Y así fue. Volví a mi cabaña del Muthaiga y me dediqué a poner al día mi diario. Denys salió hacia Voi sin mí. Se llevó a su boy kikuyu y fueron primero a Mombasa, donde tenía una casa en la costa.     AL aterrizar allí, un fragmento de coral astilló su hélice y telegrafió a Tom pidiéndole una pieza de repuesto.
    Tom la envió con un mecánico nativo, a pesar de que Denys se había mostrado inexorable sobre el hecho de que no necesitaba ayuda. En cualquier caso la hélice se montó y un día más tarde
    Denys y el boy kikuyu despegaron de nuevo, dando marcha atrás hacia el interior, hacia Voi.
    La noche en que llegaron allí, Tom y yo cenamos en el Muthaiga. No estuvo silencioso ni malhumorado, pero no se habló mucho de Denys. Tenía la impresión de que Tom había sido un poco estúpido por impedirme hacer el viaje. De todas formas hablamos de otras cosas. Tom pensaba volver a Inglaterra, pensamos en ello y hablamos juntos sobre ese tema.
    Al día siguiente comí en mi cabaña. Arab Ruta cocinó como siempre, sirvió como siempre y actuó como siempre. Pero una hora después, mientras yo estaba trabajando en unos proyectos de navegación irrealizables, Ruta llamó a mi puerta. La llamada fue tímida y su aspecto era tímido cuando entró. Parecía una persona que tuviera muchas cosas en las que pensar y nada que decir, pero al final lo soltó.
    -Memsahib, ¿has tenido noticias de Makanyaga?
    Makanyaga era Denys. Para Arab Ruta, y para la mayoría de los nativos que conocían a Denys, era Makanyaga. Parecía un epíteto insultante pero no lo era. Significa «pisotear». El bwana FinchHatton, según el razonamiento, puede pisotear a los inferiores con la lengua. Puede castigarlos con una palabra y ésa es una maravillosa habilidad.
    Ciertamente lo era, aunque Denys raras veces la ponía en práctica con nadie excepto con aquellos cuyas pretensiones les marcaban al menos como a sus iguales. Y entonces la ponía en práctica con una generosidad libertina.
    Cerré los libros.
    -No, Ruta. ¿Por qué debería tener noticias de Makanyaga?
    -No lo sé, Memsahib. Sólo me lo preguntaba.
    -¿Hay algo nuevo?
    Ruta se encogió de hombros.
  -No he oído nada, Memsahib. Es posible que no sea nada. Se me ocurrió preguntarte, pero seguramente el bwana Black lo sabría.
   El bwana Black lo supo muy pronto y yo también. Esa misma tarde un poco después estábamos sentados en la oficina de la Wilson Airways cuando telefoneó el comisario del distrito diciendo que Denys y el boy kikuyu habían muerto. Su avión despegó de la pista, dio dos vueltas y se lanzó de cabeza al suelo, donde se quemó. Nadie supo nunca por qué.
   Tom me había impedido que realizara el viaje y Arab Ruta me había hecho una pregunta. Ellos lo supieron y yo me he preguntado cómo lo supieron. Y he encontrado la respuesta.
   Denys era la piedra angular de un arco en el que las demás piedras eran otras vidas. Si una piedra angular tiembla, toda la curva del arco recibe el aviso y, si la piedra angular se rompe, el arco se derrumba, deja a las piedras secundarias amontonadas y, por un momento, carentes de diseño.
   La muerte de Denys dejó algunas vidas sin diseño, pero, como las piedras, se construyeron de nuevo con otra forma."
Karen Blixen y Denys Finch Hatton (derecha) en safari