ANGEL PESTAÑA Y LOS EMPRESARIOS ASESINOS. APÓSTOLES Y ASESINOS, de Antonio Soler
"La vida personal de Pestaña va de periódico en periódico. El público sabe entonces de sus penurias de la infancia, que vive dentro de una modestia espartana en el mismo piso de la calle San Jerónimo que alquiló a su llegada a Barcelona en 1914. Cuando no ha trabajado para la Soli, el único dinero que Pestaña ha percibido es el que honradamente gana con su oficio de relojero, un dinero incierto a causa de las temporadas que pasa detenido y cuya escasez obliga a María a trabajar primero en una fábrica y después como lavandera. Las palabras de María, hablando de su Ángel y de su vida a El Diluvio refuerzan esa percepción generalizada de avasallamiento: «En mi casa no hay un céntimo. Hemos de trabajar todos para poder comer y vivir, tan modestamente como el más humilde de los obreros…».
Los médicos del hospital, testigos directos de lo que ocurre, dan un definitivo aldabonazo al denunciar públicamente la descarada y amenazante actitud de los pistoleros, resueltos a acabar con la vida de su paciente. Reclaman protección a las autoridades.
Éstas, para cubrir el expediente, mandan detener a varios miembros del Sindicato Libre de Manresa. Entre ellos hay un individuo apodado el Tromqui y otros dos, Joan Pladevilla, más conocido como Joan de la Manta, e Isidro Viñals que sí han participado, y muy activamente como veremos, en el atentado y que muy pronto son puestos en libertad sin cargos.
El caso llega al Congreso de los Diputados de la mano de Indalecio Prieto. El líder del PSOE interpela en la cámara al presidente del Gobierno y lo acusa de complicidad con unos asesinos que impunemente mantienen asediado el hospital donde se encuentra herido un representante sindical, protegido por su mujer y su hija, por unos cuantos compañeros desarmados y por unos valerosos médicos que cumplen con sus funciones mucho más allá de donde dicta su juramento hipocrático.
El jefe del Gobierno, Sánchez Guerra, incómodo por la magnitud que están alcanzando los hechos, promete tibiamente tomar cartas en el asunto. Demasiado tibiamente. Tanto, que el astuto don Inda, buen conocedor de los bajos fondos de la sociedad y del alma humana, al final de la sesión parlamentaria se queda tan preocupado por la suerte de Pestaña como lo estaba al inicio de la misma y decide seguir puntualmente informado de lo que está ocurriendo en Manresa, a más de seiscientos kilómetros de distancia. Indaga, pregunta. Y así es como recibe un informe confidencial.
En ese informe se dice que a pesar de la interpelación en el Congreso, las autoridades de Barcelona se mantienen firmes en la decisión de no intervenir y dejarán completa libertad de movimientos a los pistoleros. Éstos, inquietos por la trascendencia que ha tomado el asunto, están decididos a zanjar el asunto cuanto antes. Si hay que asaltar el hospital, lo harán.
Indalecio Prieto, la historia se ha encargado ampliamente de acreditarlo, no era hombre de amilanarse. Una vez leído el informe sabe que la vida de Pestaña pende de un hilo y que el tiempo es fundamental. Imposible esperar a una nueva sesión parlamentaria. Don Inda pone en movimiento su oronda anatomía y al caer la tarde monta sus sobrados ciento veinte kilos en la parte trasera de un petardeante automóvil y da instrucciones al chófer. Sabe que sólo desde las más altas instancias puede evitarse la muerte del sindicalista. Se dirige al despacho oficial de Sánchez Guerra.
El jefe del Gobierno no se encuentra allí. Prieto, atosigado por el agosto madrileño, vuelve al automóvil con su andar bamboleante y decidido. Se queda unos minutos conversando con el chófer en la acera. Le pregunta a éste por su familia, mira las copas recalentadas de los árboles, como cabezas de locos, con pájaros alborotando y nervaduras torturadas. Prieto no deja de rumiar mientras el chófer fuma y habla. Hasta que toma una decisión. Monta en el auto y da una nueva dirección.
El diputado socialista empieza una rara ronda. Va de un lugar a otro en busca del jefe del Gobierno. En vano. Se cierra la noche. No se da por vencido. En un par de sitios le dicen que el presidente acaba de salir. «Lo vamos oliendo, don Inda», lo anima el chófer, a esas alturas completamente implicado en el rastreo. Hasta que, ya de madrugada y como última opción, ponen rumbo a Villa Rosa, un local nocturno de moda frecuentado por toreros, artistas, políticos y putas de postín.
Sánchez Guerra está en animada conversación con un par de diputados conservadores, varios hombres de negocios y una cupletista sin identificar. Al ver acercarse a Prieto esboza una sonrisa, que le dura menos de un segundo. Hasta la papada de Prieto venía rígida. El socialista, sin preámbulos, le pide un aparte. Todos los presentes, menos la cantante, hacen amago de levantarse. Sánchez Guerra los detiene con un gesto. Es él quien se levanta y camina hacia un reservado con Indalecio Prieto. Éste no tarda en ponerlo al corriente de lo que ha leído en el informe. Tiene la certeza de que van a asesinar a Pestaña y de que eso puede poner Barcelona, Cataluña, en pie de guerra. La respuesta de la CNT a una vileza de esa tipo va a ser descomunal. El Ejército en la calle, otra vez.
El jefe del Gobierno, con su mirada sombría, la calva habitualmente despeinada y su aire sempiterno de jeque en el destierro, le clava las pupilas y después de un instante, aunque sabe que la cuestión está de sobra, pregunta: ¿Está usted seguro de eso que está diciendo, Prieto? El socialista se limita a mantenerle la mirada, los ojos de huevo, el óvalo de la cara como una montaña.
«Está bien», expira sonoramente por la nariz Sánchez Guerra.
«No hay tiempo que perder, presidente –añade Prieto–, ni un segundo.»
El otro asiente, la barba de púas grises y blancas como una alambrada a medio nevar se mece afirmativamente en la penumbra. Llama a un asistente. Pide que lo lleven a una dependencia con teléfono. Prieto sale. Sube al coche y pregunta al conductor si sabe de algún sitio donde a esas horas den de cenar en paz.
Mientras el coche se pierde por la madrugada veraniega de Madrid, Sánchez Guerra está telefoneando a Martínez Anido. Lo levanta de la cama. Tienen una conversación tensa. Sánchez Guerra debe recurrir a toda su autoridad y al cargo incuestionable de jefe de Gobierno para doblegar al general. Éste, agrio, acata. Pero todavía tiene ánimo para amenazar con desgracias incalculables. Sánchez Guerra también corta ese fuego. Pide silencio y diligencia en el cumplimiento de sus órdenes. Bajo ninguna circunstancia puede ser agredido Ángel Pestaña. «Usted me responde de su vida», cierra la conversación Sánchez Guerra. La enemistad queda sellada entre ambos.
La mañana siguiente, María comprueba que los movimientos de los matones alrededor del hospital han cesado. No hay rastro de ellos.
Aunque fueron identificados, ninguno fue detenido. Todos eran miembros de una banda del Sindicato Libre. Quien dirigía el grupo y les dictaba sus objetivos era, oh, casualidad, el inspector Honorio Inglés. Los integrantes eran Isidro Viñals, Carles Baldrich, Ramón Ródenas y Joan Pladevilla alias Joan de la Manta. El que gritó a ti te busco y disparó en la cabeza a Pestaña fue Viñals.
No sólo eso. Se supo algo más. Por ejemplo, unos meses después, se supo que la empresa que había sufragado el atentado había sido la Hispano-Suiza. Y que el dinero de esta empresa pasó por el despacho de la persona que había ordenado el atentado, el general Severiano Martínez Anido.
Desde el gobierno civil y por vía de Juan Oller Piñol (sí, el luego biógrafo o hagiógrafo de Martínez Anido) se hizo correr la versión –con poco éxito y bastantes lagunas– de que el atentado había sido perpetrado por pistoleros de la propia CNT, enemigos de la moderación que Pestaña, Seguí o Peiró representaban."
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