EL CANAL DE ERIE. EN CASA, UNA BREVE HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA, de Bill Bryson
"Pero en 1810, De Witt Clinton, por aquel entonces alcalde de la ciudad de Nueva York y muy pronto gobernador del estado homónimo, tuvo una idea que muchos consideraron una locura pero que fue ciertamente ilusoria. Propuso la construcción de un canal que cruzara el estado hasta el lago Erie y conectara de este modo la ciudad de Nueva York con los Grandes Lagos y las ricas tierras de cultivo que se extendían más allá. La gente lo llamaba «la locura de Clinton», y no es de extrañar. El canal tendría que cavarse a base de pico y pala, hasta alcanzar una profundidad de doce metros, a lo largo de seiscientos kilómetros de páramo. Se necesitarían ochenta y tres esclusas, cada una de ellas de 27,5 metros de longitud, para solventar los cambios de elevación. A lo largo de algunos tramos, el desnivel no sería como media de más de un par de centímetros por kilómetro. En ningún lugar del mundo civilizado se había intentado jamás construir un canal con este nivel de desafío, y mucho menos en plena naturaleza. Y ese era el tema. Estados Unidos no tenía ni un solo ingeniero de origen nativo que hubiera trabajado en su vida en un canal. Thomas Jefferson, que normalmente veneraba la ambición, lo consideró una idea demencial. «Es un proyecto espléndido, y tal vez pueda construirse de aquí a un siglo —reconoció después de revisar los planos, aunque enseguida añadió—: Pensar en esto hoy en día linda con la locura.» El presidente James Madison se negó a conceder ayuda federal, en gran parte motivado por el deseo de mantener el centro de gravedad comercial más al sur y alejado de aquel baluarte unionista. De modo que a Nueva York no le quedó otra alternativa que apañárselas sin nadie u olvidarse del proyecto. A pesar del coste, los riesgos y la prácticamente total ausencia de las aptitudes necesarias, decidió subvencionarse a sí misma el proyecto. Se designaron cuatro hombres para llevarlo a cabo: Charles Broadhead, James Geddes, Nathan Roberts y Benjamin Wright. Tres de ellos eran jueces; el cuarto era maestro de escuela. Ninguno había visto jamás un canal, y mucho menos intentado construirlo. Lo único que tenían en común era cierta experiencia en prospecciones. Pero con la ayuda de lecturas, consultas e inspirada experimentación, lograron diseñar y supervisar el mayor proyecto de ingeniería que el Nuevo Mundo hubiera visto jamás. Se convirtieron en los primeros hombres de la historia en aprender a construir un canal construyendo un canal. Desde el principio quedó claro el problema que amenazaba la viabilidad de la iniciativa: la falta de cemento hidráulico. Para que el canal fuera estanco se necesitaban medio millón de fanegas de cemento hidráulico (una fanega equivale a 35 litros, por lo que 500.000 fanegas son muchos litros). En el caso de que el agua se filtrara por alguna sección, sería un desastre para la totalidad del canal, razón por la cual era un problema de urgente solución. Por desgracia, nadie sabía cómo superarlo. Un joven empleado del canal llamado Canvass White se presentó como voluntario para viajar a Inglaterra costeándose él mismo los gastos para ver qué podía aprender allí. Durante casi un año, White se desplazó por todo lo ancho y largo de Gran Bretaña —3.300 kilómetros realizó en total— estudiando canales y aprendiendo cómo estaban construidos y cómo se mantenían ensamblados, prestando especial atención a su estanqueidad. Por casualidad, resultó que el cemento Parker Roman, que como ya hemos visto desempeñó un destacado papel en el derrumbamiento de Fonthill Abbey, de William Beckford, debido a su falta de fuerza como material para la construcción de edificios, funcionaba inesperadamente bien como cemento hidráulico, donde se utilizaba a modo de mortero resistente al agua. Por desgracia su inventor, el reverendo Parker, de Gravesend, no se hizo rico con esto pues vendió la patente al año de su invención y después, casi irónicamente, emigró a América, donde murió al cabo de poco tiempo. Su cemento, sin embargo, funcionó a las mil maravillas hasta que quedó desfasado, a partir de 1820, con la aparición de variedades superiores, pero sirvió para darle a Canvass White la esperanza de imaginar la posibilidad de obtener algo similar con materiales norteamericanos. De vuelta a casa, y armado con ciertos conocimientos sobre los principios científicos de la adhesión, White experimentó con diversos ingredientes nativos y enseguida formuló un compuesto que funcionaba incluso mejor que el cemento de Parker. Fue un gran momento para la historia tecnológica de Estados Unidos —de hecho, podría decirse que fue el principio de la historia tecnológica de Estados Unidos—, por el que White habría merecido hacerse rico y famoso. Pero no sucedió ninguna de esas dos cosas. Las patentes de White le daban derecho a un royalty de 4 céntimos por fanega vendida —una suma bastante ridícula—, pero los fabricantes se negaron a compartir con él sus beneficios. Presentó diversas reclamaciones en los tribunales, pero no consiguió ni un solo fallo a su favor. El resultado fue un largo descenso hacia la penuria. Y los fabricantes se hicieron ricos produciendo lo que se convirtió en el mejor cemento hidráulico del mundo. Gracias en gran parte a la inventiva de White, el canal se inauguró pronto, en 1825, después de tan solo ocho años de obras. Fue un triunfo de entrada. Lo utilizaron tantas embarcaciones —trece mil en su primer año—, que de noche sus luces parecían enjambres de luciérnagas sobre el agua, según un embelesado testigo. Gracias al canal, el coste de enviar una tonelada de harina de Buffalo a la ciudad de Nueva York cayó de 120 dólares la tonelada a solamente 6 dólares, y el tiempo de transporte pasó de tres semanas a una. Las consecuencias sobre la fortuna de Nueva York fueron espectaculares. Su porcentaje en el total de exportaciones nacionales pasó de menos del 10 % en 1800 a más del 60 % a mediados de siglo; y durante ese mismo periodo, de forma más sorprendente si cabe, su población pasó de diez mil habitantes a más de medio millón. Seguramente ningún producto manufacturado de la historia ha hecho más para cambiar el destino de una ciudad que el cemento hidráulico de Canvass White, y con toda seguridad, ninguno ha caído más en el olvido. El canal de Erie no solo garantizó la primacía económica de Nueva York en Estados Unidos, sino que, muy posiblemente, de Estados Unidos en el mundo. Sin el canal de Erie, Canadá habría quedado posicionado de un modo ideal para convertirse en el motor de Norteamérica, con el río San Lorenzo como conducto hacia los Grandes Lagos y las ricas tierras que se extienden más allá de ellos. El gran, y no debidamente reconocido, Canvass White no solo hizo rica a la ciudad de Nueva York, sino que además ayudó de una forma inmensa a Estados Unidos. En 1834, agotado por sus batallas legales y enfermo de una dolencia grave pero no concretada —seguramente tisis—, viajó a St. Augustine, Florida, con la esperanza de recuperarse, pero falleció poco después de su llegada. La historia lo había olvidado ya y era tan pobre que su esposa apenas pudo permitirse pagarle el entierro. Y esta es, con toda probabilidad, la última vez que oirá usted hablar de él."
No hay comentarios:
Publicar un comentario