TRABAJOS FORZADOS. UN GUARDIA CIVIL EN LA SELVA, de Gustau Nerin
Así fue como llegó a la selva la denominada «prestación», que oficialmente ya estaba en vigor en toda Guinea. No era más que una variante de los trabajos forzados. Los colonizadores argumentaban que, en la colonia, todo el mundo tenía que contribuir a las obras públicas, porque revertían en beneficio de todos. Cuando el Gobierno colonial necesitaba mano de obra, obligaba a los líderes locales a entregar un número determinado de hombres. Pero los fang se planteaban el tema de forma muy distinta, ya que consideraban que las obras públicas se realizaban para provecho exclusivo de los colonizadores y de sus negocios. Y, pese a ser los principales beneficiarios de los trabajos colectivos, los blancos no estaban dispuestos a asumir dichas tareas. Varias disposiciones legales garantizaban que los blancos no llevasen a cabo trabajos que requirieran esfuerzo físico en la colonia; se consideraba que el prestigio de la «raza» correría peligro si los negros vieran a los blancos realizando labores manuales. Los guineanos que fueron obligados a participar sin paga alguna en las obras públicas veían con escepticismo la situación. En una reciente entrevista, uno de aquellos guineanos me reprochaba el comportamiento abusivo de los españoles durante la colonización: «Blanco tiene dinero, blanco tiene la fuerza. Pero blanco no hace nada…».
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Resistirse a las prestaciones era algo prácticamente imposible para los fang. Ayala, cuando necesitaba trabajadores, enviaba una notificación a los jefes de los poblados para que enviasen a unos cuantos «voluntarios» que se dedicaran a las tareas colectivas. Si no llegaban, el teniente ordenaba a los guardias coloniales que fuesen a buscarlos. Por medio de las armas, los áscaris obligaban a algunos jóvenes del lugar a ir al destacamento. Si los hombres habían huido al bosque (algo relativamente frecuente), se llevaban a algunas de las mujeres del pueblo al puesto como rehenes para obligar a los fugitivos a personarse ante Ayala. Y si encontraban el poblado totalmente vacío, robaban cuanto querían, destruían las casas y talaban los árboles.
Cualquier resistencia a la autoridad se castigaba de forma contundente. Algunos fang del este del Muni, por haber rechazado las prestaciones, fueron ejecutados. En una encuesta oficial, un testimonio aseguró que Ayala había ordenado el fusilamiento de treinta personas que se habían negado taxativamente a participar en las prestaciones. En 1925, un guardia llegó a un poblado de la zona de Ebibeyín y exigió braceros para la construcción de un puente. Los habitantes de la aldea le desarmaron, le ataron y le devolvieron al destacamento. Antes de soltarle, el jefe le formuló una seria advertencia: «En este pueblo no quiero ver guardia ninguno, y nosotros no trabajamos ni en el puente ni en los caminos». El áscari volvió del puesto junto a varios compañeros, y arrestaron al jefe y a unos cuantos hombres del pueblo. Los militares les dieron una paliza brutal. Luego los sometieron a juicio. Se les condenó a cuatro años de trabajos forzados en las plantaciones de Fernando Poo («Marfil», como denominaban los fang a la isla).
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Pero las condiciones laborales de la isla no eran, ni por asomo, atractivas para los fang. En primer lugar, había que firmar un contrato para un período de dos años y era imposible echarse atrás durante su vigencia (la Guardia Colonial detenía a los «vagabundos» que escapaban de las plantaciones y no dejaba que embarcaran hacia el Muni). Por si fuera poco, los sueldos en las fincas de cacao eran muy bajos. Para garantizar que los braceros volviesen a su pueblo con algunos ahorros, sólo recibían parte de su salario cada mes; el resto lo cobraban al finalizar el contrato, a fin de que comprasen productos y se los llevaran a su pueblo.
Un médico colonial definió Fernando Poo como un «inmenso cementerio que anualmente se traga más de la veinteava parte de los braceros que acuden allí». En las plantaciones la alimentación era escasa, y el trato pésimo. Un catalán que estuvo en la colonia por aquel entonces contaba que, cuando llegó, los plantadores veteranos le instruyeron acerca del trato que debía dispensar a los negros: «Para que obedezcan, para que trabajen, para que rindan, no hay más que un recurso: el látigo. Argumentar, explicar, razonar es inútil». Según reconocía el propio gobernador, en las fincas se trabajaba durante unas 54 horas semanales..."
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