EL SECUESTRO DE LA EMBAJADA IRANÍ EN LONDRES, 1980. LOS AÑOS DE DOWNING STREET, de Margaret Thatcher
"Tuve mis primeras noticias del ataque terrorista a la Embajada iraní de Prince’s Gate, en Knightsbridge, el miércoles 30 de abril, durante una visita a la BBC. Los primeros informes fueron engañosamente triviales. Sin embargo, pronto se supo que varios pistoleros habían entrado por la fuerza en la Embajada iraní y retenían a veinte personas, la mayoría empleados iraníes, pero también un policía que estaba de servicio frente a la Embajada y dos periodistas de la BBC que habían acudido a solicitar un visado. Los pistoleros amenazaban con volar la Embajada con los rehenes dentro si no se cumplía con sus exigencias. Los terroristas pertenecían a una organización autodenominada «el Grupo del Mártir», compuesta por árabes iraníes de Arabistán, entrenados por Irak y en total oposición al régimen iraní. Exigían la liberación de 91 presos por parte del Gobierno iraní, que se reconocieran los derechos de los disidentes iraníes y un avión especial para abandonar Gran Bretaña con sus rehenes. El gobierno iraní no tenía intención de acceder a estas exigencias; y nosotros, por nuestra parte, no pensábamos permitir que los terroristas se salieran con la suya en su intento de secuestro. Yo era consciente de que aunque el grupo implicado era diferente, éste era un intento más de aprovecharse de la aparente debilidad occidental, igual que la toma de rehenes en la Embajada norteamericana en Teherán. Mi política sería hacer todo lo posible para solucionar la crisis de manera pacífica, sin hacer peligrar innecesariamente las vidas de los rehenes, pero sobre todo, garantizar que el terrorismo sufriera una derrota, y ello de manera visible.
Willie Whitelaw, en su calidad de ministro de Interior, se puso inmediatamente al frente de las operaciones en la unidad especial de emergencias del Gabinete.
(...)
A lo largo de la crisis, Willie se mantuvo regularmente en contacto conmigo. A su vez, la Policía Metropolitana se mantuvo al habla con los terroristas por una línea telefónica especial. También nos pusimos en contacto con quienes pudieran ejercer alguna influencia sobre los pistoleros. Estos últimos querían que el embajador de algún país árabe actuara como intermediario. Pero teníamos grandes dudas a este respecto: corríamos el riesgo de que un intermediario de este tipo no compartiera nuestros objetivos. Además, los jordanos, en los que sí estábamos dispuestos a confiar, se negaron a verse implicados. Un imam musulmán habló con los terroristas, pero sin resultados. Habíamos alcanzado un punto muerto.
Willie y yo estábamos completamente de acuerdo en la estrategia a seguir. Intentaríamos una paciente negociación, pero si cualquiera de los rehenes resultaba herido estudiaríamos un ataque a la Embajada, y si mataban a un rehén sin duda recurriríamos al Servicio Aéreo Especial (SAS). Había que ser flexibles, hasta cierto punto. Pero desde un principio quedó descartada la posibilidad de permitir que los terroristas abandonaran el país, con o sin rehenes.
La situación empezó a deteriorarse el domingo por la tarde. Recibí una llamada en Chequers para que regresara antes de lo planeado, y en el camino de vuelta a Londres recibí un nuevo mensaje por el teléfono móvil. Había demasiadas interferencias en la línea para poder hablar inteligiblemente, de manera que le pedí a mi chófer que parara el coche. Aparentemente, la información indicaba que en estos momentos las vidas de los rehenes corrían peligro. Willie quería mi autorización para recurrir al SAS. «Sí, que entren», dije. El coche volvió a arrancar, mientras yo intentaba figurarme lo que estaba sucediendo y esperaba el resultado. Realizado con el enorme valor y la profesionalidad que el mundo espera ahora del SAS, el ataque se produjo ante los focos de las cámaras de televisión. Salieron con vida todos y cada uno de los 19 rehenes que se sabía que seguían vivos en el momento del ataque. Murieron cuatro pistoleros; uno fue detenido; ninguno logró escapar. Di un gran suspiro de alivio cuando supe que no había bajas entre los miembros del SAS. Posteriormente fui al cuartel de Regent’s Park para felicitar a nuestros soldados. Me recibió Peter de la Billière, el comandante del SAS, y después vimos lo ocurrido por el telediario, con comentarios interrumpidos por las risas de alivio de los que habían participado en el ataque. Uno se volvió hacia mí y me dijo: «Nunca pensamos que usted nos dejaría hacerlo». En todos los lugares a los que fui en los días siguientes percibí una gran oleada de orgullo ante el desenlace y hubo una avalancha de telegramas del extranjero. Habíamos enviado una señal a los terroristas de todo el mundo: no podían esperar ni pactos ni favores de Gran Bretaña"
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