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viernes, 19 de enero de 2018

JUDAÍSMO Y ANTISEMITISMO. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg

JUDAÍSMO Y ANTISEMITISMO. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg 

    "En septiembre de 1948, a petición del editor, escribí un artículo para Pravda sobre la «cuestión judía», sobre Palestina y el antisemitismo. He aquí algunos extractos:
«Durante siglos, los oscurantistas inventaron fábulas con el propósito de representar a los judíos como criaturas especiales, distintas al resto de los hombres. Los oscurantistas sostenían que los judíos llevaban una vida aparte, aislada del resto de la comunidad, sin compartir las alegrías y las penas de los pueblos con los que conviven. Proclaman, estos oscurantistas, que los judíos no sienten apego por ninguna nación, que son eternos vagabundos. Juraban, por fin, dichos oscurantistas, que a los judíos de todos los países los unen lazos misteriosos.
»Es cierto, los judíos han llevado una vida aparte, aislados de la comunidad, cuando se han visto obligados a hacerlo. El gueto no es una invención de los místicos hebreos, sino de los fanáticos del catolicismo. En esos tiempos en que la niebla religiosa ofuscaba la visión de los hombres, había creyentes fanáticos entre los judíos, tal y como los había entre los católicos, los protestantes, los ortodoxos y los musulmanes. Pero en cuanto se abrieron las puertas del gueto y se disipó la niebla de la noche medieval, los judíos de todos los países pasaron a formar parte de la vida cotidiana de los pueblos.
»Sí, es cierto, muchos judíos abandonaron su tierra natal y emigraron a Estados Unidos. Pero esto no fue por falta de amor a la patria; emigraron porque los insultos y la opresión los volvieron extranjeros en su propia casa. ¿Acaso sólo los judíos han buscado refugio en otros países? ¿No obraron del mismo modo los italianos, los irlandeses, los eslavos que vivían bajo el yugo de turcos y alemanes? ¿No lo hacen también los armenios y los disidentes rusos?
»Poco hay en común entre un judío de Túnez y otro de Chicago, que habla y piensa en inglés. Si existe un lazo entre ellos, dista mucho de ser místico: es el lazo que ha forjado el antisemitismo. Las increíbles atrocidades cometidas por los fascistas alemanes, los asesinatos masivos de la población judía que defendieron y exportaron de país en país, la propaganda racial, empezando por las ofensas y acabando con los hornos crematorios de Majdanek, todo ello engendró entre los judíos del mundo un vínculo de profunda solidaridad: se trata de la solidaridad de los ultrajados, de los oprimidos.
»Desde luego, hay entre los judíos nacionalistas y místicos. Son ellos quienes diseñaron el programa sionista. No son ellos, sin embargo, quienes llevaron al pueblo judío a Palestina. Esto último fue obra de los ideólogos del odio al hombre, los acólitos del racismo, los antisemitas que expulsaron a los judíos de los lugares donde habían vivido por tanto tiempo y los obligaron a buscar en sitios remotos, no ya la felicidad, sino el derecho a la dignidad humana.
(...)

    Como el lector ya sabe, nací en Kiev y mi lengua materna es el ruso. No hablo ni una palabra de yiddish o hebreo. Nunca he rezado en una sinagoga, tampoco en una iglesia, sea ortodoxa o católica. He admirado y admiro todavía ciertas obras de arte que, para los creyentes, tienen un valor religioso, pero que designan para mí pensamientos y sentimientos humanos: el libro de Job, el Cantar de los Cantares, el Eclesiastés, los Evangelios (incluyo, entre éstos, los Apócrifos), el Apocalipsis, la catedral de Chartres, los iconos de Andréi Rubliov, las pinturas de Fra Angelico, las diosas hindúes de Ellora, los frescos del monasterio budista de Ajantā. No veo en ellos los extintos cánones religiosos, sino el más puro y vivificante arte. Pasé la niñez y la adolescencia en Moscú, rodeado de compañeros rusos. Cuando trabajé en la organización clandestina, llamaba a mis compañeros por sus alias y jamás me interesó si alguno de ellos era judío. Después fui a parar a París. Allí conocí a dos poetas maravillosos: uno de ellos, Apollinaire, de origen polaco; el otro, Max Jacob, judío. A mi modo de ver, no obstante, ambos eran franceses. Sentía gran devoción por el italiano Modigliani. Me contó que era judío, pero yo nunca dejé de asociarlo con la inquietud de los años de preguerra y con el arte del Renacimiento italiano. Desde luego, no lo asociaba con Yahvé.
(...)
    Cuando veía las películas de Chaplin, no se me ocurría pensar si era judío. Fueron los nazis los que me lo hicieron saber. Publicaban sus listas negras. En ellas aparecían el compositor Milhaud, el filósofo Bergson, ciertas personas que había conocido y en cuyos orígenes nunca me había interesado, como Julien Benda y Anna Seghers, y autores que había leído, como por ejemplo Kafka.
    ¿Existe un carácter nacional inherente a los judíos? Según los antisemitas y los nacionalistas judíos, está claro que sí. Es posible que siglos de persecuciones y humillaciones hayan agudizado su ironía y mellado sus esperanzas románticas en un futuro mejor. El carácter nacional se manifiesta en la creación artística con mayor viveza que en ningún otro ámbito. La poesía de Heine está impregnada de ironía romántica, pero ¿se debe esto al origen del poeta o a la época en que escribe? Cuando pienso en la obra de mis contemporáneos (Modigliani, Kafka, Soutine) lo que veo es el espíritu de la tragedia, la mezcla de recuerdos y especulaciones. La matemática es una de las formas del intelecto humano más inmunes a los cambios de clima, idioma o tradiciones. Con todo, en Alemania, a principios de la década de 1930, algunos científicos rechazaron la teoría de la relatividad de Einstein por considerarla un «engaño» judío.
    En otras épocas el antisemitismo estuvo vinculado con la idea religiosa de la redención: «Los judíos crucificaron a Cristo». Después, el poder del clero fue debilitándose poco a poco. Muchos empezaron a darse cuenta de que Cristo no había sido sino uno de esos judíos rebeldes que se oponían a los sacerdotes ortodoxos que colaboraban con los conquistadores romanos. La Revolución francesa declaró la igualdad de derechos para los judíos. Fueron varios los estados que, uno tras otro, derogaron las proscripciones que habían existido durante siglos y así los judíos empezaron a vivir una vida igual a la de las gentes nacidas en las tierras a las que habían llegado sus antepasados.
    A finales del siglo  XIX el caso Dreyfus demostró que el antisemitismo, que había permanecido dormido, todavía estaba vivo. Durante varios años Dreyfus, que era un hombre insignificante, un buen oficial francés educado en la disciplina, atrajo sobre sí la mirada de millones de personas. Cuando Zola asumió la defensa del hombre falsamente acusado, se encontró con el apoyo de Tolstói, Verhaeren, Mark Twain, Jaurès, Anatole France, Maeterlinck, Ensor, Claude Monet, Jules Renard, Signac, Péguy, Mirbeau, Mallarmé, Charles-Louis Philippe. ¿Quiénes estaban del lado acusador? Los escritores nacionalistas: Barrès, Maurras, Déroulède. Los antidreyfusianos no sólo eran antisemitas, sino enemigos del progreso, chovinistas. Escribían panfletos y artículos periodísticos en los que tildaban a Zola de italianucho.
    Antes de la revolución los judíos de Rusia sólo podían vivir en una zona de asentamiento. En ciudades y pequeños pueblos de Ucrania y Bielorrusia vivían separados del resto de la población y hablaban yiddish. Todo ello cambió con la revolución. Los jóvenes judíos entraron en las escuelas y universidades rusas; se dieron muchos matrimonios entre judías y rusos, y a la inversa. Entre mis amistades figuraban muchos matrimonios mixtos. Bábel, Mijoels, Ilf, Pasternak, Falk, Grossman y muchos otros se casaron con chicas rusas, mientras que Fedin, Shipachov, Katáiev y Vishnevski se casaron con judías. (He citado los primeros nombres que me han venido a la mente, podría prolongar la lista).
    El aislamiento de los judíos desapareció no sólo en nuestro país, sino también en Francia, incluso en Alemania. Así fue hasta que, en ayuda del antisemitismo, llegó la «teoría racial» de Hitler.
    De ninguna manera eran una novedad los discursos sobre la existencia de «razas inferiores». Cuando relaté mi viaje por los estados sureños de Estados Unidos, me esforcé en mostrar hasta qué punto puede estar fuertemente arraigado el racismo en un país civilizado. De todos modos, en la década de 1920, los antiguos esclavistas de Alabama o Misisipi nos parecían casos excepcionales. Cuando Hitler apareció en escena, él y sus secuaces se empeñaron en demostrar la existencia de razas superiores, sobre todo la «aria» o «nórdica», y de razas inferiores, entre las cuales la judía era la más baja.(...)
    ¿Es necesario recordar que el racismo, y en particular el antisemitismo, es contrario a las tradiciones de los intelectuales rusos y a las nobles ideas del internacionalismo promulgadas por Lenin según las cuales fueron educados los ciudadanos soviéticos?
    La persecución de los judíos no fue un hecho aislado. Arrestaban a un gran número de personas que, naturalmente no por culpa suya, habían sido hechas prisioneras por los fascistas y no tuvieron tiempo de dispersarse; arrestaron a muchos emigrados que habían vuelto a la patria por propia voluntad, los que habían sido condenados en la década de 1930 y los que tenían familiares en el extranjero. Las arbitrariedades perpetradas por Beria, ciertamente, no conocían límites.
    En cuanto a mí, a partir de febrero de 1949, dejaron de publicar mis escritos. Comenzaron a borrar mi nombre de los artículos críticos. Estos síntomas eran demasiado claros, y cada noche esperaba el timbrazo de la puerta. El teléfono enmudeció, sólo los amigos íntimos se interesaban por mi salud. Otros, en cambio, se dedicaban a «controlar»: eran los conocidos más cautos, llamaban desde un teléfono público para saber si me habían arrestado y, al oír mi voz, colgaban.
    En marzo de 1938 el ruido del ascensor bastaba para que me inquietase; tenía ganas de vivir, y como tantos otros me dejaba a mano una pequeña maleta con dos mudas de ropa interior. Pero en marzo de 1949 ya no pensaba en las mudas y esperaba el curso de los acontecimientos casi con indiferencia. Tal vez porque ya no tenía cuarenta y siete años, sino cincuenta y ocho, había tenido tiempo de cansarme y comenzaba a sentirme viejo. O quizá porque todo aquello era una repetición y, una vez terminada la guerra y derrotado el fascismo, me resultaba absolutamente intolerable. Nos íbamos a dormir tarde, de madrugada: la idea de que pudieran llegar y despertarnos nos repugnaba. Una vez sonó el timbre a las dos de la madrugada. Liuba se levantó a abrir la puerta. No dije una palabra, me limité a lanzarle una mirada. Resultó ser el chófer de Símonov: lo había mandado la mujer de Konstantín Mijáilovich, porque éste le había dicho que estaba conmigo.
    A finales de marzo un amigo nuestro se abalanzó sobre nosotros sin dejar de exclamar, exultante de felicidad: «¡Así que no es verdad!». Me contó que el día anterior, durante una conferencia de literatura, un orador (que en aquel entonces ejercía un cargo de suma responsabilidad) había anunciado en presencia de más de mil personas: «Tengo buenas noticias. El cosmopolita número uno y enemigo del pueblo Iliá Ehrenburg ha sido desenmascarado y arrestado».
Escribí una carta breve a Stalin en la que le informaba de que en los últimos dos meses me había visto privado de cualquier trabajo periodístico y que el día anterior Fulano de Tal había anunciado mi arresto. Sin embargo, yo estaba en libertad, así que le pedía que se encargase de aclarar mi situación. Sólo quería poner fin a toda aquella incertidumbre. Llevé mi carta a un puesto de vigilancia del Kremlin.
    Al día siguiente recibí la llamada de Malenkov. Recuerdo la conversación al pie de la letra. «Ha escrito usted a Stalin, y él me ha pedido que le llamara. Dígame, ¿de dónde llegan esos rumores?», dijo. «No lo sé —le contesté—, eso mismo quería preguntarles a ustedes». «Pero ¿por qué no nos informó antes?». «Hablé con el camarada Pospélov, es todo cuanto pude hacer». «Qué extraño, con lo sensible que es el camarada Pospélov nunca mencionó una palabra sobre esto». (Años después Pospélov me dijo que aquello no era cierto, que él había explicado cuál era mi situación, pero que sus palabras no habían valido para nada).
    El teléfono volvió a sonar casi de inmediato: varias redacciones dijeron que se había «producido un malentendido», que publicarían mis artículos, y me pidieron que siguiera escribiendo.
(...)
    Es fácil ser sabio ante un hecho consumado. Aquella primavera de 1949 yo no entendía nada. Ahora que sabemos algo más, creo que Stalin logró enmascararse en muchos aspectos. Fadéiev me dijo que la campaña contra el «grupo de críticos antipatrióticos» se había iniciado por instrucciones del propio Stalin, quien, sin embargo, un mes y medio después amonestó a los editores: «Camaradas, la divulgación de pseudónimos literarios es inadmisible, huele a antisemitismo». Por lo general, la opinión pública atribuía las decisiones arbitrarias a quienes las llevaban a cabo, mientras que Stalin parecía ser siempre quien les ponía freno. A finales de marzo, por lo visto, decidió que el caso estaba zanjado. A los escritores judíos arrestados no los pusieron en libertad. A quienes habían sido despedidos de sus trabajos no los volvieron a admitir. El quinto párrafo de los cuestionarios, donde se preguntaba sobre la nacionalidad, continuaba funcionando de modo imperceptible, y los artículos groseros o las caricaturas ya no tenían razón de ser.
(...)
    He dicho que en este capítulo deseaba relatar el período más difícil de mi vida. No creo que lo haya conseguido, ¿cómo transmitir ciertas cosas? Sólo quisiera añadir lo siguiente: la más terrible de todas mis experiencias la viví aquella noche en esa estrecha habitación de hotel, cuando descubrí qué precio debe pagar el hombre por ser «honesto con los hombres, con su siglo y con su propio destino».

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