LA NIÑA SIN NOMBRE. UNA MAESTRA EN KATMANDÚ, de Victoria Subirana
"...un niño que está siempre en la estupa de Buda. El chiquillo debe de tener 3 o 4 años. Comparado con las medidas de su cuerpo, su cráneo es tan chiquito, que se parece más al de un mono que al de una persona. Anda arqueándose, con un balanceo leve, moviendo las extremidades como lo hacen los simios: espalda encorvada y gestos bruscos al girar. El niño no habla, emite sonidos agudos y palmotea sus manos estereotipadamente, como un esquizoide.
Va en brazos de una niña de unos 5 o 6 años, a veces colgando de la espalda, atado con un trapo, como si fuera un bulto; otras veces lo lleva de la mano. Se conoce que el niño no quiere andar y, cuando la cría se cansa de llevarlo en brazos, monta unas pataletas que, entre gritos, porrazos y patadas, la debe de desollar viva.
El niño deforme es la atracción de los turistas que, de pura lástima, no paran de darle dinero; sin embargo, los adultos que mendigan por la zona le odian, porque les quita todas las limosnas, los niños no paran de insultarle y le llaman «mono». Todos les instigan para que se vayan a otra parte y, a veces, se enzarzan en peleas que, casi siempre, terminan mal.
El sábado estuvimos en la estupa hablando con ellos. La niña que lo lleva es su hermana. Cuando le pregunté por su nombre, pareció extrañarse mucho y solamente me contestó:
—Soy la que lleva a Jaram.
Yo insistí en la pregunta, pero Sharmila, que iba conmigo, me hizo una aclaración:
—Aquí, cuando nace un varón, se lo dan a una hermana mayor que él, para que lo cuide, y entonces aquélla pierde su nombre; todos la conocen como la que cuida del hermano.
Yo me quedé sin habla. Pero ¿cómo era posible que semejante injusticia se pudiera tolerar en un país democrático?
Supe que aquella gente procedía de la India y que sus padres vivían en un campamento muy pobre que se encuentra delante del aeropuerto de Katmandú. Le propuse a la hermana que nos dejara educar a su hermano en nuestra escuela, a lo que se negó. Sharmila le dijo a la niña que fuera a buscar a su madre, porque queríamos hablar con ella.
Esperamos tres largas horas y al rato se presentó.
La mujer tenía un aspecto deplorable. De pobreza, de decrepitud. Iba descalza, vestida con harapos, con signos evidentes de miseria y de malvivir, pero había algo en ella que me llamó poderosamente la atención, ya que no era demasiado frecuente en Nepal: tenía los ojos azules. Unos ojos que resaltaban como dos turquesas incrustadas en el retablo de su cara morena.
La mujer se negó rotundamente a quitar a su hijo de la calle. Según Sharmila, lo que para otros hubiera sido una vergüenza, o un motivo de desgracia, era, para ellos, una bendición. Aquel niño deficiente seguramente era el único reclamo que tenía la familia para sobrevivir.
Me contó Sharmila cosas espantosas, sobre padres que mutilaban a uno de sus hijos para ponerlo a pedir, y así despertar la pena y el favor de los turistas.
¡Me horroricé! ¡Me horroricé! ¡Me horroricé!
Le pedí a Sharmila que se callara, que no quería saberlo.
—Hoy no, por favor; otro día me lo cuentas. Hoy ya tengo bastante con vivir lo que he vivido, y con saber lo que sé. Hoy ya no puedo tolerar más el sufrimiento.
Me volví a casa con una gran sensación de fracaso, pensando que realmente Nepal era un país muy cruel. Si se tenía sensibilidad e inteligencia, la vida se hacía muy difícil de llevar en algunas situaciones."
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