STALIN 1935. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg
"De repente todos se pusieron de pie y aplaudieron con frenesí: por una puerta lateral, que yo no podía ver, había entrado Stalin, seguido por miembros del Politburó a quienes yo había conocido en la dacha de Gorki. La sala aplaudía, era un clamor. Esto se prolongó durante largo rato, diez o quince minutos. Stalin también daba palmas. Cuando los aplausos empezaron a apaciguarse, alguien gritó: «¡Por el gran Stalin!». Y todo se reanudó. Todos acabaron por sentarse, y entonces resonó un frenético grito femenino: «¡Gloria a Stalin!». Nos levantamos de un salto y de nuevo nos pusimos a aplaudir.
Cuando todo concluyó me dolían las manos. Era la primera vez que veía a Stalin, y no podía apartar la mirada de él. Lo conocía por cientos de retratos, conocía su chaqueta y los bigotes, pero me lo imaginaba mucho más alto. Tenía el cabello de un negro intenso, la frente estrecha, pero los ojos vivos, expresivos. A veces, mientras se inclinaba un poco a la derecha o a la izquierda, se reía; en otras ocasiones, se sentaba inmóvil, mirando a la sala, pero sus ojos seguían emanando una luz intensa. Me sorprendí a mí mismo prestando poca atención, escuchando mal, mirando sin cesar a Stalin. Lancé una ojeada a mi alrededor y me di cuenta de que los otros hacían lo mismo.
Al volver a casa sentí cierta incomodidad. Sin duda, Stalin era un gran hombre, pero era un comunista y un marxista; hablábamos de una cultura nueva pero parecíamos los adoradores del chamán que vi en Górnaia Shoria… Interrumpí enseguida el hilo de mis pensamientos: sí, estaba razonando como un intelectual. ¡Cuántas veces había oído decir que nosotros, los intelectuales, nos equivocábamos, que no comprendíamos las exigencias de nuestra época! «Intelectualoide», «enredador», «podrido liberal»… Y, sin embargo, era incomprensible: «El más sabio de los jefes», «genial caudillo de los pueblos», «nuestro querido padre», «gran timonel», «transformador del mundo», «forjador de felicidad», «sol»… No obstante, conseguí convencerme a mí mismo de que no comprendía la psicología de las masas y de que juzgaba todo como un intelectual que, además, había pasado la mitad de su vida en París.
Durante la conferencia Stalin dijo: «Hay que ocuparse de las personas con cuidado y atención, como hace el jardinero con su árbol preferido». Estas palabras animaron a todos los presentes: a fin de cuentas, no había robots reunidos en el palacio del Kremlin sino personas, y les alegraba pensar que los tratarían con cuidado y amor…
Mientras me encontraba en Moscú, Stalin declaró: «Maiakovski ha sido y continúa siendo el mejor poeta, el más dotado de talento de nuestra época soviética». Todos se pusieron a exaltar de repente la innovación, las nuevas formas, la ruptura con la rutina.
Unos dos meses después, leí en Pravda el artículo «Caos en lugar de música»: Stalin había ido a ver la ópera Katerina Izmailova de Shostakóvich, y la música le había irritado. Fueron convocados a toda prisa compositores y músicos, y todos condenaron a Shostakóvich por «retorcido» e incluso por «cínico».
De la música pasaron fácilmente a la literatura, a la pintura, al teatro, al cine. Los críticos exigían un arte sencillo y popular. Como es natural, continuaron ensalzando a Maiakovski, pero de otra manera, como «poeta sencillo y popular». (En uno de sus primeros versos futuristas, Maiakovski pedía al peluquero: «Tenga la bondad, rásqueme las orejas». Naturalmente, Maiakovski no sabía que después no sólo le rascarían las orejas). Empezó una campaña «contra el formalismo, contra los monstruos oportunistas, las distorsiones de la izquierda»; la campaña se llevó a cabo con violencia y le dedicaron mucho espacio."
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