STALINGRADO. LA GUERRA NO TIENE ROSTRO DE MUJER, de Svetlana Alexievich
»En Stalingrado… Una vez llevé a dos heridos al mismo tiempo. Cargaba con uno, le arrastraba unos metros, y luego volvía a por el otro. Los alternaba porque los dos estaban muy graves, resultaba impensable dejarlos, y los dos, a ver cómo se lo explico, ambos tenían las piernas destrozadas muy por arriba, se estaban desangrando. En esos casos, cada minuto cuenta. De pronto, cuando ya me había alejado un poco de la batalla y el humo se había dispersado, descubrí que estaba arrastrando a un tanquista de los nuestros y a un alemán… Me quedé petrificada: nuestros soldados morían y yo salvando a un alemán. Sentí pánico… En medio del combate, con la densa humareda, no me había dado cuenta… El hombre se estaba muriendo y gritaba… “Ah, ah, ah…”. Los dos estaban quemados, negros. Iguales. Pero ahora ya lo veía con claridad: una chapa distinta, un reloj distinto, todo era ajeno. Y ese maldito uniforme. “¿Qué hago ahora?”. Arrastraba a nuestro herido y pensaba: “¿Vuelvo a por el alemán o no?”. Comprendía que si le dejaba, pronto moriría desangrado… Regresé a por él. Y continué arrastrando a los dos…
»Fue en Stalingrado… El combate más terrible. Más que cualquier otro. Querida mía… Es imposible tener un corazón para el odio y otro para el amor. El ser humano tiene un solo corazón, y yo siempre pensaba en cómo salvar el mío.
»Después de la guerra viví durante mucho tiempo con miedo al cielo, ni siquiera levantaba la cabeza. También me daba miedo la tierra arada. Y eso que los grajos la pisaban con toda tranquilidad. Los pájaros pronto olvidaron la guerra…».
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