ESTALINISMO. GENTE, AÑOS, VIDA, de Ilya Ehrenburg
"Y qué decir de los moscovitas. En la lejana Andalucía vi a milicianos que iban a la muerte gritando «¡Estalin!» (así pronuncian los españoles el nombre de Stalin). Hablamos mucho del culto a la personalidad. A principios de 1938 habría sido más correcto emplear la palabra culto a secas, en su sentido primitivo, religioso. En la imaginación de millones de personas, Stalin se había convertido en un semidiós mítico. Todos repetían con emoción su nombre y creían que era el único que podía salvar al estado soviético de la invasión y la descomposición. Nosotros pensábamos (probablemente porque queríamos creerlo así) que Stalin no conocía la absurda represión contra los comunistas y los intelectuales soviéticos. Meyerhold decía: «Se lo ocultan a Stalin».
Una noche, paseando a Chuka, me encontré con Borís Pasternak en el callejón Lavrushinski. De pie, entre los montones de nieve, dijo, haciendo aspavientos: «¡Ah, si alguien le contara todo a Stalin!».
Sí, no sólo yo sino muchos otros considerábamos que el mal procedía de aquel hombre pequeñito al que llamaban «comisario estalinista del pueblo». En realidad, habíamos visto cómo arrestaban a personas que nunca se habían unido a ninguna oposición, fieles partidarios de Stalin o especialistas honrados sin afiliación al Partido. El pueblo bautizó aquellos años con el nombre de «yezhóvschina» (la época de Yezhov). Creo que Bábel fue más inteligente que yo y que muchos otros. Había conocido a la esposa de Yezhov antes de que se casara. A veces iba a visitarla a su casa, y aunque entendía que era peligroso, deseaba, según decía, «descifrar el misterio». Un día me dijo, sacudiendo la cabeza: «No es cosa de Yezhov. Naturalmente, Yezhov cumple su cometido, pero no es cosa suya». Yezhov compartió la suerte de Yagoda. Su lugar lo reemplazó Beria y, durante su mandato, cayeron Bábel, Meyerhold, Koltsov y muchos otros inocentes.
Me acuerdo de un día terrible en casa de Meyerhold. Estábamos sentados tranquilamente mientras mirábamos unas monografías de Renoir cuando vino a visitarlo un amigo, el jefe de cuerpo del ejército I. P. Belov. Estaba muy excitado y, sin prestar atención a que Liuba y yo estábamos en la habitación, empezó a contar que habían juzgado a Tujachevski y a otros militares. Belov era miembro del Colegio Militar del Tribunal Supremo. «Estaban sentados así, frente a nosotros. Ubórevich me miraba a los ojos». Recuerdo todavía una frase de Belov: «Y mañana me encerrarán a mí en su lugar». Después, de repente, se volvió hacia mí: «¿Conoce a Uspenski? No Gleb, sino Nikolái. ¡Ese hombre escribió la verdad!». Y nos expuso en desorden la narración de Uspenski, no recuerdo cómo era, pero sí muy cruel. No tardó en marcharse. Miré a Meyerhold. Permanecía sentado con los ojos cerrados y parecía un pájaro herido. (A Belov lo arrestaron poco después).
Tampoco olvidaré otro día, cuando dieron por radio la noticia de que iban a juzgar al asesino de Gorki, y de que en su asesinato habían participado los médicos. Vino Babel, que solía visitar a Gorki, se sentó en la cama y se llevó el dedo a la frente: «¡Han perdido la cabeza!». Me dieron un pase para asistir al proceso. Hablaré más adelante sobre ese tema.
En 1942 escribí en un artículo: «Mucho antes de atacar a nuestro país, el fascismo interfirió en nuestra vida y mutiló el destino de muchos». Pero incluso en aquellos días de los que hablo no podía separar nuestra desgracia de las malas noticias que llegaban de Occidente."
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