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jueves, 3 de mayo de 2018

LOS MALOS TRATOS HACIA LAS MUJERES EN NEPAL. UNA MAESTRA EN KATHMANDU, de Victoria Subirana

LOS MALOS TRATOS HACIA LAS MUJERES EN NEPAL. UNA MAESTRA EN KATHMANDU, de Victoria Subirana

  "Unos días antes de que Maya me llamara a la escuela, la habían encontrado inconsciente en la puerta de su casa. De repente había perdido la noción del tiempo. Su vientre era prominente, en su séptimo mes de embarazo, cuando enfermó de tifus. El médico le recomendó reposo absoluto, ya que, si continuaba trabajando como una esclava de sol a sol, su vida y la del bebé gestante estaban en peligro. Sin embargo, a las hembras de la casa lo del tifus les pareció sólo una excusa que Maya se había inventado para no trabajar. Se conjuraron contra ella convenciendo a su suegra de que no le concediera ningún privilegio. Cuando Maya le dijo a su suegra que se sentía incapaz de levantarse de la cama, la mujer arremetió contra ella tirándole del pelo y gritándole que era una gandula. Con el griterío y la algarabía acudieron el suegro y el marido de Maya, que se unieron a la escena de violencia, y entre todos le dieron tal atajo de palos que la dejaron tullida. Así la encontré yo, con el cuerpo morado y la cara entumecida por los golpes. Su vientre prominente y oscurecido por los hematomas le daba un aspecto salvaje, como si se tratara de un animal herido. La mujer hermosa, bravía y culta que yo conocía era ahora carne de carroña. Sangrante y desprotegida, me contaba entre sollozos una escena muy típica de la vida cotidiana de Nepal: los malos tratos a las mujeres. Considerado por la sociedad nepalí como mero acto disciplinario, era practicado en todas las esferas sociales y legalmente aceptado.
  Llevada por un sentimiento infranqueable de iniquidad que me unía al sufrimiento de mi amiga, decidí hacer frente a la ley del embudo llamando a un inspector de policía llamado Passang que solía frecuentar la casa de los Shrestha en calidad de amigo. El inspector me aconsejó poner una denuncia como testigo y, después de formalizar los hechos, me presentaba en la calle Bag-Bazar con el jeep de la policía, con el inspector y catorce policías de servicio.
  La calle entera se paralizó. Los paseantes se quedaban a mirar, los tenderos salieron de las tiendas, los niños dejaron de jugar; transeúntes, vendedores ambulantes, todos se unieron al corro que se había formado alrededor del jeep. La multitud aglutinada a banda y banda de la calle había cortado el tráfico. Los conductores exasperados perdían la paciencia, se bajaban de los coches y se unían a los mirones. La gente salía corriendo de todas partes, se les veía llegar con cara de extrañeza, todos voceando la misma pregunta: «¿Qué pasa? ¿Qué pasa?». Había tanta gente merodeando en la puerta de la casa que me tuvieron que escoltar para salir.
  La escalera estaba abarrotada de personas que cuchicheaban en lengua newari; nadie me ubicaba en aquel escenario; todos se preguntaban quién era yo y adónde iba con aquellos policías.
  Cuando entré en la alcoba de Maya, la encontré sentada en su cama. Se diría que la habían obligado a componerse: se había acicalado; su cabello, peinado y ungido en aceites y perfumes, desprendía un brillo especial. El aderezo, sin embargo, no podía ocultar las magulladuras de su cara, que se acentuaban cobrando matices azules alrededor de los ojos y la barbilla. Maya no estaba sola, su marido y sus suegros también se encontraban allí. El marido, sentado junto a ella con actitud sumisa y cariñosa, jugaba a cuidar de su esposa. Ella le miraba enamorada, mostrando la mejor de sus sonrisas. Él le daba comida, le servía té, arropaba su cuerpo y, mirándola a los ojos dulcemente, le hablaba en el más cariñoso de los tonos. Yo me quedé perpleja en el umbral, sin entender nada. Aquella escena no tenía nada que ver con el panorama que había dejado antes de acudir a la comisaría. ¿Qué había sucedido allí? El inspector rompió el silencio bruscamente. Con una maestría adquirida a base de vérselas con gánsteres y maleantes, decidió no dejarse engatusar. Señalando los hematomas que tenía Maya en la cara, le preguntó tajante: «¿Quién te ha hecho estas magulladuras?». Mi amiga contestó que se había caído por las escaleras. Yo no daba crédito a mis oídos. Haciendo un gran esfuerzo por contener la irritación, me abalancé sobre mi amiga, suplicándole que contara lo ocurrido. Ella me cogió las manos fuertemente y, entre sollozos contenidos, repetía la misma frase una y otra vez: «¿No lo entiendes, Vicki? Mi vida corre peligro». El marido de Maya, amenazándome con el dedo, me ordenó que me fuera de su casa. Sobrentendiendo la situación, el inspector, que no estaba para monsergas, cogió al sujeto por el cuello y, apoyándolo contra la pared, lo levantó un palmo del suelo. Aquel verdugo, que horas antes había estado maltratando a su esposa, parecía, entre las manos del policía, un auténtico mamarracho: las piernas lacias, suspendidas en el aire, los ojos desorbitados por el pánico, la flojedad de sus brazos en la pared y su cuerpo colgando estúpidamente, como si se tratara de una marioneta. El inspector, advirtiéndole que cuidara de que su esposa no se volviera a caer por la escalera, lo soltó.
  El espectáculo lo habían seguido algunos mirones que lo contemplaban ávidos desde la puerta. Eran los mismos que se encargaron de divulgar la noticia y de exagerar los hechos.
(...)
  A Father le molestó lo que yo había hecho. La crueldad de sus palabras acrecentó mi sufrimiento y mi frustración. Father alegaba que no tenía que haberme metido en asuntos de familia. Según él, Maya pertenecía enteramente a su marido, el cual estaba autorizado para hacer con ella lo que quisiera. Era tajante y afirmativo en sus argumentos, pero lo que más me entristecía era que su opinión era compartida por la mayoría de los hindúes, que se dedicaban a ejercer la tiranía con toda tranquilidad."


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