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martes, 5 de junio de 2018

EL TAJ MAHAL. EL CAMINO MÁS CORTO, de Manuel Leguineche

EL TAJ MAHAL. EL CAMINO MÁS CORTO, de Manuel Leguineche 

    "De tanto mirarla, me parece por momentos una tarta nupcial o una caja de música de marfil, más que un «sueño de mármol proyectado por titanes y construido por orfebres».
   Mientras esperamos el éxtasis, una feria de barberos, mercachifles y santones se instala a nuestro alrededor. El barbero afeita las axilas a un guía, una madre sopla sobre las guedejas de su hijo para descubrirle los piojos, y el vendedor ofrece novelas de Perry Masón.
   El guía repite sus saberes: en el año 1612 el romántico emperador mongol Shah-Jehan, se casó con Mumtaz Mahal, tuvieron catorce hijos y la esposa murió al dar a luz al número quince; fue su mejor consejera, la mejor administradora que pudo soñar, por eso a su muerte el emperador encaneció en pocas semanas y abandonó sus lujosos vestidos reales por las ropas blancas de un simple fiel musulmán. Sólo le movió, a partir de entonces, la idea de levantar el mausoleo más impresionante de la historia. Puso a trabajar a 20 000 obreros, encargó los planos al arquitecto persa Ustad Isa. Las obras duraron diecisiete años: los canteros inscribieron en los muros todos los versículos del Corán.
   —¿Cuánto costaría hoy reproducir el Taj Mahal? —preguntó, como era de esperar, un turista de New Jersey vestido con bermudas y bahamas.
   El guía, que esperaba esa pregunta, respondió:
   —Hoy costaría una cifra cercana a los 70 millones de dólares.
   ¿Y la diosa luna? No apareció en toda la noche, cubierta por nubes inoportunas. He tenido menos suerte que Vicente Blasco Ibáñez, quien al pasar por aquí describió el Taj como «una construcción de otro planeta. La luna parece chorrear lluvia luminosa por su cúpula y sus paredes. Imposible concebir que este palacio de ensueño sea un panteón. Fueron dos enamorados y la noche ofrece una decoración de amor, algo amanerada por exceso de belleza, algo banal en fuerza de ser repetida, pero también se repite la primavera». Don Vicente sintió extrañeza al ver que «hombres y mujeres discurrían por los caminos de mármol mansamente, sin enlazarse sus talles con los brazos, sin cambiar besos». No sabía que los indios no se besan, al menos en público.
   Busqué un buen lugar bajo un árbol banano, y lo mismo hicieron los demás para huir de los vendedores de Budas, Cristos crucificados (Cristo murió en Cachemira, según creen allí), reproducciones en miniatura del Taj y los palmistas que se empeñaban en leer la buena ventura o trazar un signo en nuestras palmas con polvo perfumado."

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