PERDIDO EN EL HINDU-KUSH. EL CAMINO MÁS CORTO, de Manuel Leguineche
Una patrulla militar interceptaba la carretera del valle. Por fortuna —explicó el Jefe—, levantaron la barrera sin más averiguaciones. En el pueblo de Katuk, lleno de camellos, burros y caballos que habían convertido las calles sin asfaltar en un estercolero, dos soldados me dieron el alto. Fui conducido hasta una guarnición militar de la montaña. Un oficial me pidió el pasaporte, lo examinó y por señas me preguntó por mi destino. Señalé con la mano en dirección al norte e inesperadamente se subió la manga del uniforme, para mostrarme una herida supurante. “¿Tiene usted algo para esto?”, pareció decirme. Fui al coche en busca del maletín de primeros auxilios y le apliqué un ungüento antiséptico que tapé con gasa y esparadrapo. Dijo algo en señal de agradecimiento y sólo comprendí una palabra: “Doctor”. Examiné el pasaporte y vi que el oficial había escrito una nota en idioma pastu. A la salida de Katuk, dos centinelas cortaban la carretera con bidones. Me pidieron el pasaporte, leyeron las notas escritas por el oficial y se cuadraron militarmente. Respondí el saludo y seguí mi camino. La carretera era de tercer orden, llena de baches y piedras. No podía pasar de quince kilómetros a la hora. Al anochecer llegué a una aldea, una concentración de muy popas chozas fabricadas con lodo y paja. Era preferible pasar allí la noche, si me aceptaban. Como sabéis, existe una ley del viajero según la cual no es aconsejable acampar en el extrarradio de ciudades y pueblos, donde el índice de criminalidad suele ser alto; pero de la misma manera debía evitar pasar la noche en algún camino de montaña, donde un nómada de apariencia noble y hospitalaria durante el día puede convertirse en un peligroso merodeador o bandido durante la noche. Necesitaba la protección de los hombres de la aldea. A la puerta de una casucha, tres aldeanos tocados con turbantes y picados de varicela, como casi todos los habitantes de estas regiones; me invitaron con un gesto amistoso a acompañarles. Uno de ellos desapareció en el interior de la casa y volvió con unos trozos de pila y varias piezas de han, cordero y pan. Dejaron de hablar entre ellos y no hicieron otra cosa que observar cómo, comía. Después traje del coche la radio y sintonicé una emisora china. Uno de ellos puso el sonido a todo volumen y poco más tarde toda la aldea se concentraba allí para escuchar la música que salía del receptor. Dormí a cubierto con unas mantas que me proporcionaron los aldeanos. A la mañana siguiente pude contemplar desde el borde del camino toda la belleza de aquel paraje, tiendas de piel de cabra desparramadas por las laderas y columnas de humo que se alzaban desde el fondo del valle. El viaje continuó por senderos en los que no apreciaba huellas de neumático. Al cruzar por las aldeas y los campamentos nómadas, los niños seguían al jeep y los hombres interrumpían sus labores para verme pasar. En Qala-i-Naw, vi un jeep ruso aparcado a la entrada del pueblo, con el emblema de la Organización Mundial de la Salud pintado» en la puerta. No lejos de allí estaba el médico.
—¿Hay alguna posibilidad de encontrar por aquí algo del comer? —pregunté.
—No, y si hubiera alguna —añadió—, yo me guardaría bien de comer. Aquí se han registrado quince casos de cólera en las últimas 24 horas. Le recomiendo qué se alimente de melones.
A dos kilómetros de la aldea, pasé por un cementerio musulmán. Dos enterradores cubrían una tumba. Conté hasta veinte tumbas recientes. Esa noche aproveché la presencia de un pelotón de soldados que vivaqueaban en una llanura para dormir junto a ellos. Al día siguiente el calor era insoportable. Pasé por otras aldeas abandonadas debido a la epidemia de cólera. Dejé de beber el agua de los ríos hasta llegar a uno de cierto caudal. Lo localicé en el mapa, era el río Murgab, que penetra en la Unión Soviética.
Seguí el curso de agua hacia el norte, hasta llegar, en la frontera soviética, al pueblo que da nombre al río. La vida allí me pareció normal. Pedí algo de comer y me sirvieron cordero y vegetales. Comí con gran apetito. El cólera no había llegado hasta Murgab. Pero no todo iba a marchar tan bien; en la mesa de al lado no me quitaba ojo un tipo tocado con un gorro de astracán, muy bien afeitado y vestido a la manera occidental. Un rato después, al pedir el té, observé que se había ido. El muy zorro volvió pocos minutos más tarde acompañado de dos soldados. Les faltó tiempo para llevarme hasta la salida de la aldea. Esto me impidió acogerme a la protección de Murgab. Debí seguir adelante. Por espacio de unos cien kilómetros no encontré ningún pueblo, ninguna tienda nómada. Tan sólo un sendero estrecho y, abajo, gargantas profundas. La marcha era cada vez más penosa. Cuando se hizo de noche comencé a ver ojos que fosforecían en medio de la carretera. Eran manadas de lobos. Presa del miedo, comencé a disparar a un lado y otro y las bestias se dispersaron.
No podía más. Detuve el jeep y me dispuse a pasar allí mismo la noche, pero me resultó imposible conciliar el sueño. Aunque el silencio era impresionante, el menor sonido del viento, el canto de alguna cigarra o el simple rumor de una rama me sobresaltaba. Disparé varias veces en la oscuridad y el eco de las detonaciones» que se prolongaban por el valle, me transmitió una seguridad instantánea. Traté de desviar mis pensamientos hacia otras materias, la comida china, el chicken chow men, el vino chileno, las chicas de Tahití, la cerveza de barril en Munich, lo clásico. No había amanecido aun cuando decidí reanudar el viaje. Me sentía más seguro en movimiento. Me fue imposible detenerme en ningún campamento nómada: los niños, al verme llegar, se armaban de piedras y lo mismo hacían las mujeres desde el interior de sus tiendas. En varias ocasiones un silbido prolongado hacía que varios hombres se lanzaran hacia la carretera montados en sus caballos. Me salvó llegar a tiempo a la aldea de Sherin Tagab. La visión de los melones extendidos a la puerta de una casa y el samovar de cobre de una casa de té me reanimaron. Había también racimos de uvas. Lo suficiente para un banquete después de dos días sin apenas probar bocado. Sin duda, el ayuno había acentuado mis miedos y la visión de fantasmas, espíritus o bestias que sólo existían en mi imaginación. Después de varías tazas de té aromático, me quedé dormido sobre la mesa.
Ya había pasado una semana desde mi marcha en solitario a partir de Herat. Sabía que mi ausencia, sin posibilidad de comunicarme con Kabul, alarmaría a mis amigos, pero no podía hacer nada, tan sólo tratar de acelerar, pero los caminos eran cada vez peores. En Shebergan encontré a un médico afgano que había estudiado en Inglaterra. Acababa de llegar procedente de Kabul para tratar de luchar contra la mortífera epidemia. Pedí algo sólido para comer.
—Beba té —me respondió.
—Pero ya llevo siete días con melones y té, deme al menos un par de huevos fritos…
—Están contaminados, todo está contaminado, beba té, le basta para sobrevivir.
—Una copa de agua, tan sólo una copa de agua, doctor —supliqué.
—Sería usted hombre muerto en menos de 48 horas. Venga conmigo —dijo—, voy a enseñarle algo.
Subimos a su jeep ruso y me llevó hasta una larga cabaña. Era un improvisado hospital repleto de enfermos. Olía a muerto y desinfectante. Al pasar por delante de las camas, que eran charpoys, improvisadas camas con cuerda de yute, los enfermos tendían sus manos hacia el doctor y otros le agarraban de las piernas. A los cinco minutos no podía más. Era un cuadro espeluznante. Me disculpé y me despedí del médico.
—Recuerde —me dijo—, ni una sola gota de agua.
Esa misma tarde, al atravesar otra aldea que aparecía desierta, un nómada situado en medio de la carretera con una niña en brazos me impidió seguir. Se vino hacia mí y me mostró una herida que la niña tenía en la pierna derecha, cubierta de moscas. «No doctor, no soy médico», insistí. Fue inútil. Aquel hombre estaba desesperado. «Vamos a ver qué se puede hacer», le dije. Espanté las moscas y examiné la herida. La infección era tan profunda que había mordido la carne hasta atacar el hueso. Limpié la herida con algodón y agua oxigenada, le di una pomada polivalente y vendé la pierna. Pero en pocos minutos otros enfermos con heridas, tumores y ganglios, aparecieron junto a mi coche. Distribuí todos los tubos de pastillas y pomadas de que disponía. El resto del día no sucedió nada. El sol se ocultaba ya, cuando una señal en la carretera me permitió comprobar que me encontraba a unos cien kilómetros de Mazar Sharif. Era la primera indicación que veía. Me dio seguridad, fue para mí como las gaviotas que señalan al marino la proximidad de tierra. Hice acopio de fuerzas y seguí hasta Mazar. Las calles estaban desiertas cuando llegué, ya avanzada la mañana del día siguiente. Un maestro me informó de que la carretera, una buena carretera rusa hasta Kabul, comenzaba en Pul-i-Kumri. Pero al llegar al lugar indicado, mi gozo cayó en un pozo, pues la tal carretera era un espejismo. «Vaya hacia Doshi», me dijeron. Por fin, se dio a ver el asfalto y aceleré a toda la velocidad posible hacia el Edén. Aquí me tenéis.
—Démonos prisa, hay que recuperar algunos días —decidió Al.
El desfiladero del Kyber, infestado de bandidos y las indomables tribus afridi, es obligado paso para todas las invasiones de la India, era nuestro próximo obstáculo."
En el capítulo anterior, Manuel Leguineche cuenta que, como no llegaba Steve, el jefe de la expedición, dieron la voz de alarma a sus amigos dentro y fuera del país, periodistas y diplomáticos. En el capítulo siguiente, Leguineche cuenta la repercusión mundial que tuvo en ese momento la desaparición de Steve al norte de Afganistán justo cuando las autoridades trataban de ocultar al mundo la grave epidemia de cólera:
"Los periódicos de todo el mundo publicaron la noticia. Entre ellos, lo hizo de manera destacada el New York Times: «Periodista americano perdido en Afganistán en medio de una epidemia de cólera». El Departamento de Estado recibió cerca de un millar de telegramas en los que amigos, familiares, periodistas o políticos se interesaban par el paradero de Steve. Justo el tipo de escándalo que las autoridades afganas procuraban tapar por todos los medios. La repercusión de la noticia fue tal que los países limítrofes enviaron a sus especialistas sanitarios a Kabul con la misión de indagar sobre el alcance de la epidemia y, llegado el caso, proceder al cierre de la frontera."
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