SOLDADOS FUERA DE CONTROL. UN RUMOR DE GUERRA, de Philip Caputo
"Mientras los aviones bombardeaban nos abrimos paso a través de los setos y el humo en dirección a la colina cuya serena cresta de color verde pálido veíamos asomar entre los árboles, más adelante. Habíamos avanzado algunos centenares de metros pero la colina no parecía más cercana. El fragor de la batalla era constante y enloquecedor, tan enloquecedor como los setos espinosos y el calor del fuego que se extendía a nuestras espaldas.
Entonces ocurrió. La sección perdió su propio dominio. Fue una detonación emocional colectiva de hombres que habían sido llevados al límite de su aguante. Perdí el control de ellos y de mí mismo. Desesperados por llegar a la colina, atravesamos alocadamente el resto de la aldea, aullando como salvajes, encendiendo las chozas de paja, arrojando granadas a las casas de cemento que no podíamos incendiar. En nuestro frenesí, arremetimos contra los setos vivos sin sentir los pinchazos de las espinas. No sentíamos nada. Éramos incapaces de sentir algo por nosotros mismos, menos aún por otros. Cerramos nuestros oídos a los gritos y las súplicas de los aldeanos. Un anciano corrió a mi lado, me cogió por el pecho de la camisa y me preguntó:
—¿Tai Sao? ¿Tai Sao? —¿Por qué? ¿Por qué?
—Apártate de mi camino —respondí.
Le cogí de la camisa y lo empujé duramente; sentí que me veía a mí mismo en una película. El anciano permaneció tendido en el lugar donde había caído, sin dejar de preguntar «¿Tai Sao? ¿Tai Sao?». Me lancé en dirección al pie de la colina, que ahora se encontraba a corta distancia.
La mayor parte de la sección no tenía la menor idea de qué estaba haciendo. Un marine corrió hasta una choza, le prendió fuego, salió, dio una vuelta a su alrededor, penetró en medio de las llamas y rescató a un paisano que estaba en el interior; luego corrió e incendió la siguiente. Atravesamos la aldea como una tromba. Cuando empezamos a escalar la colina 52 no quedaba nada de Ha Na, salvo una larga franja de cenizas que ardían lentamente, troncos de árboles chamuscados a los que las llamas habían arrancado las hojas y pilas de cemento derruido. De todas las cosas desagradables que presencié en Vietnam, aquélla fue la peor: la repentina transformación de mi sección, de un grupo de soldados disciplinados, en una turba incendiaria.
El pelotón salió de su locura casi inmediatamente. Nuestras cabezas se despejaron en cuanto escapamos de la aldea y respiramos el aire de la cima de la colina. Nos enteramos de que la compañía de Miller había derrotado a las ametralladoras enemigas después de los ataques aéreos, aunque había perdido muchos hombres. Se ordenó a la compañía C que permaneciera en la colina 52 durante la noche. Iniciamos nuestras excavaciones. Los escombros todavía llameantes de Ha Na estaban a nuestras espaldas. En dirección opuesta, se elevaba humo desde el sitio donde había librado su batalla la compañía D y desde la línea arbolada que habían bombardeado los aviones durante la primera hora de la contienda.
Todo estaba sereno mientras cavábamos nuestras trincheras, extrañamente sereno después de cinco horas de combate. Mi pelotón era otra vez una sección. La calma del mundo exterior equivalía a la calma que sentíamos en nuestro interior, una tranquilidad tan profunda como profunda había sido nuestra ira. Aquella quietud interior contenía cierta dulzura, sentimiento que no habría sido posible de no haber destruido la aldea. Era como si el incendio de Ha Na hubiese surgido de una necesidad emocional. Había sido una catarsis, una purga de meses de pánico, frustración y tensión. Habíamos aliviado nuestro propio dolor infligiéndoselo a otros. Pero esa sensación de alivio estaba inseparablemente mezclada a sentimientos de culpa y de vergüenza. Al ser otra vez hombres volvíamos a sentir emociones humanas. Estábamos avergonzados de lo que habíamos hecho pero nos preguntábamos si lo habíamos hecho realmente. El cambio que se había producido en nosotros, de soldados disciplinados a salvajes desbocados y otra vez a soldados, había sido tan repentino y profundo para conferir una calidad de ensueño a la última parte de la batalla. Pese a las pruebas en sentido contrario, algunos tuvimos dificultades en creer que éramos los mismos que habían provocado tanta destrucción.
El capitán Neal no tuvo ninguna dificultad en creerlo. Estaba legítimamente furioso conmigo y me advirtió que sería relevado y se me incoaría un expediente disciplinario si volvía a ocurrir algo semejante. Yo no necesitaba que me lo advirtiera. Me sentía bastante mal por todo eso, por la guerra, por lo que la guerra nos estaba haciendo, por mí mismo. Mientras contemplaba las brasas allá abajo y las ruinas de las casas, cayó sobre mí una sensación de culpabilidad más pesada que la más pesada carga que jamás hubiera soportado. La insensata destrucción de Ha Na no era lo único que me perturbaba, sino las oscuras y destructivas emociones que había sentido a lo largo de la batalla,.."
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