HISTORIA DE UN LIBRO DURANTE EL HOLOCAUSTO. LOS ASESINOS ENTRE NOSOTROS, de Simon Wiesenthal
"Poco después de la guerra, estando yo en Linz, me notificaron que miles de libros de rezos judíos habían sido encontrados en el sótano de un castillo del siglo XVI, en la provincia austríaca de Estiria. El castillo estaba situado en una zona solitaria, llena de bosques y era un edificio adusto, gris, sombrío y que se desmoronaba. Un viejo portero nos llevó hasta un sótano húmedo y encendió una macilenta bombilla. Cuando nuestros ojos se hubieron acostumbrado a la pálida luz, vimos enormes montones de libros negros: Biblias, libros de rezos, Talmudes. Había miles y miles de ellos, como si fuesen pilas de briquetas de coque. Los libros habían sido llevados hasta allí desde casas particulares judías y sinagogas de toda Europa pues los dueños del Tercer Reich habían planeado distribuir esos libros, posteriormente, entre las bibliotecas, universidades e institutos científicos, convertidos ya en curiosidades históricas, reliquias de una raza que ya no existía, y que algún día podían ser tan valiosos como pergaminos asirios o figurillas cretenses. Permanecimos allí en pie mucho rato, incapaces de decir una sola palabra. Cada uno pensábamos en las incontables tragedias simbolizadas en aquel sótano húmedo: En los devotos hombres y mujeres a quienes les habían quitado aquellos libros. El más joven de los miembros de nuestra comisión, un joven judío de Carpatorrusia que había perdido a toda su familia, recorría los montones de libros, cogiendo ahora éste, luego aquél, rozando aquel otro con sus labios, volviéndolo a poner suavemente en el montón. De pronto oí una exclamación y miré hacia atrás. Vi que el joven tenía un libro de rezos en las manos, se había quedado con los ojos fijos en la primera página y tenía blanca la cara. Se bamboleó y cayó al suelo sin conocimiento. Corrimos hacia él. Uno de nosotros tenía un poco de coñac y le hicimos tomar un sorbo. Las manos le temblaban. Recogí el libro, lo abrí y en la primera página vi una caligrafía que me pareció de mujer y de alguien que debió de escribir aquellas líneas en momentos de gran excitación: «Acaban de llegar a la ciudad, dentro de pocos minutos estarán en nuestra casa. Si alguien encuentra este libro, que por favor lo notifique a mi querido hermano...» Había un espacio en blanco. Luego seguía lo que parecía ser una posdata de última hora, escrita con prisas, casi ilegible: «¡No nos olvides! ¡Y no olvides a nuestros asesinos! Ellos...» La frase quedaba cortada. Cerré el libro y miré al joven, que todavía estaba pálido, pero que parecía más sosegado:
—Si no le importa, quisiera quedarme con el libro —dijo—. Era de mi hermana que murió en Treblinka."
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