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martes, 14 de mayo de 2019

LA MASACRE. TEMPESTADES DE ACERO, de Ernst Junger

    "Mientras investigaba con mis manos la enlodada bota del herido buscando el orificio de entrada, grité a los pelotones que se distribuyeran por los embudos de los alrededores.

    En aquel momento se oyó, a mucha altura, un nuevo silbido. Todos tuvimos la misma sensación, una sensación que nos estrangulaba; ¡esa granada viene aquí! Luego retumbó un estruendo monstruoso, ensordecedor – la granada había explotado en medio de nosotros.

    Me levanté medio aturdido. Incendiadas por la explosión, las cintas de cartuchos irradiaban desde el gran embudo una luz de un crudo color rosa. Aquella luz iluminaba la densa humareda generada por el proyectil, dentro de la cual rotaba una masa de cuerpos negros, e iluminaba también las sombras de los supervivientes, que se desbandaban por todos los lados. Al mismo tiempo resonó un griterío múltiple, espantoso, un griterío de dolor y de peticiones de auxilio. El movimiento rotatorio de la oscura masa en las honduras de aquella olla humeante y ardiente abrió por un segundo, como una visión onírica del infierno, el abismo más profundo del Espanto.

    Tras un instante de parálisis, de horror petrificado, me puse en pie de un salto y, como todos los demás, eché a correr a ciegas, hundiéndome en la noche. Caí de cabeza en un agujero, y sólo allí comprendí lo que acababa de suceder. – ¡No oír nada más, no ver nada más, alejarse de aquel sitio, desaparecer en la profunda oscuridad! – Pero ¡y mis hombres! Yo era el que tenía que ocuparme de ellos, a mí me habían sido confiados. – Me obligué a mí mismo a regresar a aquel lugar de espanto. Por el camino encontré al fusilero Hailer, el hombre que en Regniéville se había apoderado de la ametralladora enemiga, y me lo llevé conmigo.

    Los heridos continuaban lanzando sus gritos terribles. Algunos llegaban hasta mí a rastras y, al reconocer mi voz, me decían entre gemidos:

    –¡Mi alférez, mi alférez!

    Jasinski, uno de mis reclutas más queridos, al que un casco de metralla le había partido el muslo, se agarró a mis piernas. Maldiciendo mi impotencia, le di unas palmaditas en los hombros, pues no sabía qué otra cosa podía hacer. Instantes como ése se quedan grabados para siempre.

    Tuve que dejar a aquel desventurado en manos del único camillero que aún seguía vivo, para conducir fuera de la zona de peligro al puñado de hombres que habían salido ilesos y que se habían congregado a mi alrededor. Media hora antes me hallaba aún a la cabeza de una compañía completa; ahora andaba errante por la maraña de las trincheras con unos pocos hombres enteramente abatidos. Pocos días antes un muchachito se había echado a llorar durante la instrucción porque sus camaradas se burlaban de él; le pesaban demasiado las cajas de munición. Ahora aquel muchachito arrastraba fielmente por nuestros penosos caminos aquella carga, que había conseguido salvar del lugar del horror. La visión de aquello acabó de hundirme. Me arrojé al suelo y prorrumpí en sollozos convulsos, mientras mis hombres, de pie junto a mí, me rodeaban sombríos.

    Amenazados a menudo por granadas que explotaban a nuestro lado, anduvimos corriendo durante horas enteras por las trincheras, en las que el cieno y el agua nos llegaban a media pierna. Como no encontramos lo que buscábamos, acabamos metiéndonos, mortalmente agotados, en algunas de las cavidades para la munición abiertas en los taludes. Vinke me cubrió con su manta, pero no pude pegar ojo, y fumando puro tras puro aguardé la llegada del amanecer con una sensación de total indiferencia.

    Las primeras luces del día iluminaron una increíble actividad en el campo de embudos. Innumerables unidades de infantería seguían aún buscando sus alojamientos. Los artilleros arrastraban municiones; los encargados de los lanzaminas tiraban de sus vehículos; los telefonistas y los hombres de las señales ópticas tendían sus cables. Aquello era una verdadera feria y se desarrollaba a mil metros del enemigo, que, de manera incomprensible, no parecía notar nada.

    Al fin topé con el jefe de la compañía de ametralladoras, el alférez Fallenstein, un viejo oficial del frente, que pudo indicarnos nuestro alojamiento. Sus primeras palabras fueron:

    –Pero, hombre, ¿cómo tiene ese aspecto? Su cara está completamente amarilla.

    Me señaló con el dedo una gran galería al lado de la cual habíamos pasado corriendo aquella noche seguramente una docena de veces. Dentro de ella encontré a Schmidtito, que nada sabía aún de nuestra desgracia; y también volví a encontrar allí a los hombres que debían habernos conducido a aquel lugar. Desde aquella fecha, siempre que hemos ocupado una posición nueva he elegido yo mismo a los guías, y los he elegido con la máxima prudencia. En la guerra se aprende a fondo, pero las lecciones se pagan caras.
(...)
    El único, débil consuelo que me quedaba era que las cosas podían haber sido mucho peores. Por ejemplo, el fusilero Rust estaba tan cerca del lugar de la explosión que las correas de sujeción de sus cajas de munición empezaron a arder. El suboficial Peggau, que había de morir, ciertamente, al día siguiente, se hallaba en medio de dos camaradas que quedaron completamente destrozados, pero él ni siquiera recibió un rasguño."

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