UN ATISBO DE HUMANIDAD. TEMPESTADES DE ACERO, de Ernst Junger
"También Vinke había desaparecido. Yo seguí un camino en hondonada, en cuyo talud se abrían las bocas de abrigos hundidos. Avancé furioso por un suelo negro, desgarrado, del que se alzaban todavía los gases asfixiantes de nuestras granadas. Me encontraba completamente solo.
Entonces fue cuando divisé al primer enemigo. Una figura humana vestida con un uniforme pardo y que al parecer se encontraba herida, estaba acurrucada, a veinte pasos delante de mí, en el centro de aquella hondonada aplanada por el fuego de tambor; se apoyaba con las manos en el suelo. Nos vimos al doblar yo un recodo. Vi cómo aquella figura se estremecía cuando aparecí y cómo me miraba fijamente, con ojos muy abiertos, mientras lentamente, pérfidamente, me iba acercando hacia ella con el rostro oculto detrás de mi pistola. Se estaba preparando un espectáculo sangriento, sin testigos. Era un alivio el tener por fin al alcance de la mano al antagonista. Apoyé el cañón de mi pistola en la sien de aquel hombre, que estaba paralizado por la angustia, y con la otra mano aferré crispadamente la guerrera de su uniforme. En ella había condecoraciones y distintivos de grado; era un oficial y seguramente había tenido el mando en aquella trinchera. Con un quejido metió una mano en un bolsillo, pero lo que de él sacó no fue un arma, sino una fotografía; me la puso delante de los ojos. Miré la fotografía y en ella vi a aquel hombre de pie en una terraza, rodeado de una numerosa familia.
Aquello era un conjuro que llegaba desde un mundo sumergido, increíblemente remoto. Más tarde he considerado que fue una gran ventura lo que hice: solté a aquel hombre y seguí con precipitación hacia delante. Precisamente ese hombre se me sigue apareciendo en mis sueños con frecuencia. Esto me permite abrigar la esperanza de que haya vuelto a ver su patria.
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