UNA MUJER DE SU CASA. ROJO Y GRIS, de Luisa Carnés
"SE casó con un escritor hastiado de mujeres inteligentes, a quien interesó su figura gris, borrosa, su blancura blanda de pescado, las frases de admiración que tenía para los escaparates de las ferreterías en que se exhibía una vajilla completa.
No se detenía ante las tiendas de modas ni lanzaba miradas oblicuas a las joyerías.
El escritor, acostumbrado a las mujeres mundanas, se creyó ante una maravilla única y se unió a ella, desoyendo las advertencias de los amigos: «Es una muchacha de lo más vulgar. Nunca será capaz de comprender a un hombre como tú». «¡Bah! Estoy harto de mujeres inteligentes».
Ella realizó la ilusión de su vida; tuvo una cocina repleta de porcelana y un aparador colmado de loza fina; tuvo un armario que le devolvía frecuentemente su blancura de pescado y su armazón de mujer insignificante, abarrotada de sábanas bordadas, de blanca ropa interior, entre cuyos pliegues se arrugaban manzanas olorosas; tuvo un cuarto de baño igual al modelito infantil que había enfrente de su casa antigua, un gato blanco con un lazo azul ciñéndole el pescuezo, y un pavimento brillante, sobre el que practicaba cada mañana los únicos pasos de baile que conocía su mocedad.
Era dichosa, y una de sus mayores satisfacciones la experimentaba al abrir el armario y contemplar los cajones henchidos de ropa.
Solo envidiaba a esos matrimonios que se dirigen los días festivos hacia las afueras de la ciudad seguidos de tres o cuatro chiquillos, y con una ancha cesta y una bota de vino colgada de un bastón.
No fue gruñona ni celosa. Las frecuentes ausencias del escritor, cansado a los tres meses de matrimonio de las escasas caricias de sus manos rojizas, de uñas rapadas, no le mortificaban; siempre había observado que en todo matrimonio el hombre tiene la llave de la puerta, y la mujer, la de los armarios.
Como antes los del padre de bigotes enormes, seguía ahora los pasos del marido, a lo largo de los estrechos pasillos, y recogía los residuos de sus cigarros y las pelotillas de papel emborronado que solía dejar por todas partes.
Su escasa apetencia espiritual sentíase saciada con cualquier frase afable del esposo, a cuyos silencios frecuentes de hombre superior se habituó pronto, por sumisión innata más que por amor.
Era feliz."
Luisa con su hijo, Ramón Puyol, en 1935 |
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