EL REGRESO DE LA CIMA DEL ANNAPURNA. LOS CONQUISTADORES DE LO INUTIL, de Lionel Terray
Pero, ¿qué hacían mientras Herzog y Lachenal? No se habían llevado tienda e indudablemente habían tratado de alcanzar la cumbre que, sin embargo, seguía estando bastante alejada.
El tiempo pasaba y no les veíamos llegar. En el exterior reinaba la tempestad y empezábamos a inquietarnos. Pronto sería demasiado tarde para que nadie pudiera descender hasta el campamento IV, e íbamos a tener que dormir de tres en tres en aquellas tiendas que ya para dos personas resultaban demasiado pequeñas. Ante tal perspectiva, Couzy y Schatz, visiblemente deteriorados por el malestar producido por la gran altitud, decidieron volver a bajar al menos hasta el campamento IV y, si podían, más abajo incluso. Apenas habían partido cuando me trasladé a su tienda con todos mis bagajes. Según mis costumbres en el Himalaya, me ocupé de cocinar y preparé ovomaltina y tonimalt con nieve previamente fundida.
Seguía pasando el tiempo y mi intranquilidad alcanzaba ya el paroxismo. Con los nervios tensos y al borde de la impaciencia, asomaba a menudo el busto con la esperanza de percibir algo; pero no encontraba más que la tempestad, despiadada como siempre. Por fin mi oído, siempre atento, captó el característico crujido producido por el paso del hombre sobre la nieve. Entonces me precipité hacia el exterior, justo a tiempo de ver llegar a Herzog, solo. Con la ropa y la barba con un aspecto muy extraño porque estaban cubiertas de escarcha, me anunció, con los ojos iluminados por la alegría, la victoria. En aquel solemne minuto traté de estrecharle la mano. ¡Horror! Lo que me ofrecía era un pedazo de hielo, duro como el bronce. Entonces le grité:
—¡Momo! ¡Tienes la mano helada!
El miró su miembro con indiferencia y me respondió:
—No es nada, ya me recuperaré.
La ausencia de Lachenal me asombraba, pero Maurice dijo que llegaría de un momento a otro.
Luego entró en la tienda de Gastón, que enseguida se puso a cuidarle. Yo me puse a calentar agua. Luego, como Lachenal seguía sin llegar, volví a preguntar a Herzog; lo único que sabía contestarme, sin embargo, era que estaban juntos unos minutos antes de llegar al campamento.
Yo saqué la cabeza fuera de la tienda y tuve la impresión de oír una llamada lejana. Presté toda mi atención, y el viento, que soplaba furiosamente, llevó hasta mí un débil pero inconfundible grito de «¡Socorro!». Salí de la tienda y apenas si pude percibir la imagen de Lachenal colgado en una pendiente, a unos cien metros por debajo del campamento.
Rápidamente me calcé y me vestí. Cuando, al volver a salir, miré de nuevo la pendiente, ésta estaba blanca y lisa. No había ninguna sombra que frenara mi mirada. El golpe moral fue tan fuerte que perdí el control. Llenos los ojos de lágrimas, me puse a gritar con todas las fuerzas de mi desesperación. Pasaron unos minutos atroces en los que creí haber perdido para siempre al compañero de los más bellos días de mi vida. Aplastado por la tristeza, no me conformaba sin embargo a creer que todo había terminado. Olvidando el huracán que me cortaba la cara, me quedé allí, postrado.
Entonces se produjo lo que la intensidad dramática de la situación me había impedido imaginar. Una nube se abrió y me permitió ver a Lachenal, que se encontraba situado en un punto mucho más bajo de lo que yo recordaba. Sin detenerme a ponerme los crampones, me lancé resbalando como un trineo. Bajé como un bólido por aquella fuerte pendiente y sólo a duras penas pude detenerme en la nieve compacta y endurecida por el viento.
Sin piolet, sin gorro, sin guantes, y con un único crampón, Lachenal acababa de sufrir una grave caída. Con la mirada perdida, me gritó:
—He patinado. Tengo los pies helados hasta los tobillos. Ayúdame a bajar al campamento II. Oudot me pondrá inyecciones. Rápido, rápido, ¡bajemos!
Yo traté de explicarle el peligro mortal que suponía descender en plena tempestad y con la noche encima, pues faltaba media hora para que oscureciera totalmente. Además, no teníamos ni cuerda ni crampones. Su angustia ante la idea de quedar atrozmente mutilado era tal que, al ver que yo me negaba a hacer lo que pedía, se encendía en sus ojos una llama de locura; arrebatado por una violencia repentina me arrancó de las manos mi piolet y se puso a correr pendiente abajo; pero su único crampón le hizo tropezar; después de dar algunos pasos más, se sentó llorando en la nieve y me gritó con acento desesperado:
—Bajemos; si Oudot no me pone las inyecciones, estoy perdido. Me cortarán los pies hasta la pantorrilla.
Yo me esforcé por hacerle razonar y le dije que no había ninguna posibilidad que no fuera volver a subir para pasar la noche en el campamento; pero él no quiso saber nada de eso. Pasaron unos minutos largos en los que, con el rostro cortado por las ráfagas, continuamos este auténtico diálogo de sordos. Por fin Louis se decidió a seguirme; jadeando, fui cortando furiosamente la nieve para abrir paso mientras que él, agotado física y moralmente, se arrastraba de pies y manos.
Inmediatamente después de entrar en la tienda, traté de descalzar a Lachenal, pero todo estaba duro como una piedra. Con un cuchillo separé sus botas de los calcetines y logré por fin arrancarlas. Los pies de mi amigo estaban blancos y totalmente inertes. Al verlo, mi corazón quedó encogido. Es cierto que habíamos conquistado el Annapurna, que habíamos alcanzado la primera cumbre de ocho mil metros, pero, ¿a qué precio? Yo, que estaba dispuesto a dar mi vida por esta victoria, no pude evitar pensar por un instante que aquel era un precio demasiado caro. Pero no era momento de meditar, sino de actuar.
Así empezó una noche más profundamente dramática que ninguna de las que han descrito jamás las novelas de aventuras. A falta de un colchón neumático, tuve que aislarme un poco de la nieve sentándome sobre los víveres, y en esta posición pasé horas frotando y flagelando los pies de Lachenal hasta quedar sin aliento. Él, alcanzado algunas veces por las cuerdas en partes todavía vivas, lanzaba gritos furiosos. De vez en cuando me paraba para llenar la escudilla de nieve y preparar bebidas calientes para los dos heridos.
En la tienda vecina oía a Rébuffat que hacía cuanto podía para reanimar las cuatro extremidades de Herzog. Pasaban monótonas las horas. A veces, abrumado por la fatiga y el sueño, caía sobre Lachenal; luego, con un sobresalto de energía, comenzaba de nuevo a frotar. Con voz entrecortada, mi amigo me contó la última batalla. Me explicó cómo partieron al alba, de una tienda hundida, sin haber podido tomar nada caliente. Me contó la interminable subida hacia una cima que parecía huir ante ellos; el insidioso frío que penetraba en sus miembros pese a todos los esfuerzos, la fatiga, la falta de aire. Por fin la cumbre, la victoria, las fotos, aquel minuto del que se espera una maravillosa alegría y en el que sólo se siente una penosa impresión de vacío. El descenso del que lo había olvidado todo a excepción de aquella caída en la que, resbalando por la pendiente en enloquecidas cabriolas, esperaba con resolución la muerte. Luego la inesperada e incomprensible detención, el regreso a la vida, la angustia, el sufrimiento, la llegada de auxilios.
En silencio, escuchaba el relato de aquellas horas gloriosas. Así, por su inflexible voluntad, su valor y su abnegación, mis compañeros habían sabido conseguir aquella victoria por la que, pese a los mortales riesgos, todo el equipo había combatido con sus últimas energías. Gracias al desesperado esfuerzo de aquellos dos héroes, años de sueños y preparación conocían por fin el éxito. El formidable trabajo de quienes, para gloria de nuestro país y por un puro ideal, habían hecho posible esa simbólica conquista, no había sido en vano. ¡Con qué penacho francés habían coronado, Herzog y Lachenal, aquel edificio tan penosamente construido! Gracias a ellos, nuestra raza, tan criticada, había dado al mundo el mejor ejemplo de sus inmortales virtudes. De este modo la obra emprendida podría ser perpetuada, nuestra juventud podría seguir el ejemplo de sus mayores y, sin duda alguna, hacerlo todavía mejor."
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