EL FIN DE LA ESPERANZA, de Juan Hermanos
"Frente a las bayonetas, ¿qué puede hacer la inteligencia? No somos dioses, ni genios, sino simplemente muchachos y muchachas plenos de actividad y de entusiasmo. Creíamos en la libertad y en el poder de la palabra para contribuir al advenimiento de un mundo mejor. Muchos de los nuestros han muerto ya en los calabozos, por una Gestapo cualquiera, después de atroces sufrimientos. Se les torturó para hacerles confesar. ¿Qué? No teníamos armas. Nos lanzamos adelante con palabras y con la pluma. Ahora pienso en Elvira. Sé que la suerte de Marisa y de Gloria fue peor. Marisa, que era fea, fue violada lo mismo que Gloria, que era guapa. Y luego las fusilaron con toda su vergüenza, sin volver a ver el día, sin divisar la aurora, en el curso mismo de aquella noche sin sábanas, de aquella noche de duras mantas raídas y rugosas que manchan y no abrigan. Aquella noche que debió de cubrir de placas rojas el cuerpo delicioso y blanco de Gloria. No pienso en ambas en este momento, pienso en Elvira. Cuando ya estaba hondamente asqueada de todo, se casó con un rechoncho, calvo, muy rico, que poseía fábricas y que, sin exponerse, había hecho mucho en pro de la victoria de los partidos de derecha, porque ello le parecía más seguro y sin peligro para después. Dio un poco de dinero para sus obreros y lo divulgó por todas partes. Elvira era hermosa. En la Facultad de Derecho había hecho los cursos brillantemente. Se especializó en economía política. Hablaba siempre de grandes proyectos, de grandes reformas. Ahora, silenciosa, frente a una sociedad muda, vive en Tarrasa o tal vez en Sabadell. Su marido se ha casado con ella por su educación y porque es una mujer admirable para la cama. Yo me pregunto cómo pueden acostarse juntos. Se sobreentiende que ella lo desprecia, pero se desprecia también a sí misma, y esto es atroz. Un día los vi en un viaje que hicieron a Madrid. Él desconfía de los antiguos amigos de su mujer. Cuando ella se detuvo para hablarme, brillaron su ojos. Estaba contenta de verme. Yo también sentí alegría. Él, el señor, el amo, no se dignó mirarme; entonces, no sabiendo qué decirnos, nos separamos. En aquel momento ella tenía tantas ganas de llorar que me pareció vieja y fea. Estaba seguro que no volvería a ver a Elvira, o en todo caso yo cambiaría de acera o ella fingiría mirar hacia otra parte."
No hay comentarios:
Publicar un comentario