BAHÍA DE COCHINOS, CUBA. BERLÍN, 1961, de Frederick Kempe
"Jackie bailó con los senadores. El presidente cotilleó con los asistentes, propulsado por unos índices de popularidad que superaban aún el 70 por ciento.
A las 23.45, el presidente abandonó a sus invitados para incorporarse a una reunión que supondría la última oportunidad de evitar el fracaso de la misión en Cuba. Era una escena propia de Hollywood: el presidente y los miembros de su gabinete vestidos con corbatín blanco discutiendo planes de batalla con los miembros del alto mando militar, vestidos con sus mejores galas y con la pechera llena de condecoraciones. Mientras tanto, en Cuba, los hombres que habían enviado a la batalla morían como moscas. Aunque Kennedy se había negado a emplear soldados o aviones estadounidenses en la operación, en un intento por mantenerse en una posición que le permitiera negarlo todo, lo cierto era que sus huellas eran visibles en toda la operación, que se encaminaba ya hacia el desastre absoluto.
La mayor parte de los altos cargos militares ocupaban ya su puesto cuando, en enero de 1960, Eisenhower había aprobado el plan para derrocar a Castro. Allen Dulles, director de la CIA desde la presidencia de Eisenhower, de sesenta y ocho años y a quien Kennedy había decidido conservar, supervisaba la operación. Dulles había trazado las directrices del plan de asalto, basado en el golpe de estado que en 1954 había logrado derrocar al gobierno de izquierdas de Guatemala utilizando a 150 exiliados y pilotos estadounidenses al mando de un puñado de cazas de la Segunda Guerra Mundial. Los miembros de la CIA involucrados en la operación de Guatemala habían colaborado también en el nuevo plan cubano.
La figura más importante de la reunión era Richard Bissell, el tipo de personaje intelectual, hermético y con clase que encajaba con la fascinación de los hermanos Kennedy por el mundo de los espías. El antiguo profesor de economía de Yale, un hombre alto y encorvado, era el director de planificación de la CIA y responsable directo de la operación de Cuba. Sofisticado y crítico consigo mismo, el hombre había hecho reír a Kennedy cuando, en su primer encuentro durante una cena organizada por el nuevo presidente para los miembros de la CIA en el Alibi Club, se había descrito a sí mismo como un «tiburón devorador de hombres».
Ahora que trabajaban para Kennedy, Dulles y Bissell habían dado los toques finales al plan de desembarco anfibio de unos 1400 soldados exiliados. La idea era que el éxito de las tropas de asalto provocara una rebelión entre los anticastristas, que los servicios de inteligencia estadounidenses estimaban en un 25 por ciento de la población, espoleados por 2500 miembros de organizaciones de resistencia y sus 20 000 simpatizantes.
Kennedy nunca había discutido los números de la operación, pero había ordenado una serie de cambios que habían reducido sus opciones de éxito. Había modificado el lugar del desembarco, originalmente previsto en Trinidad, ciudad cubana situada en el centro de la costa sur, por Bahía Cochinos, con el argumento de que la nueva ubicación permitiría un desembarco nocturno, menos espectacular y con menos probabilidades de hallar oposición. Kennedy había insistido en que no podía haber apoyo aéreo ni de ningún otro tipo que pudiera vincularse directamente a EEUU y había reducido el contingente encargado de llevar a cabo el ataque aéreo inicial de dieciséis a ocho aviones, una vez más, para «minimizar la magnitud de la invasión». Berlín había influido en los cálculos del presidente: Kennedy no quería ofrecerle a Jrushchov ningún pretexto para emprender acciones militares en la ciudad dividida con un apoyo demasiado explícito a la invasión cubana.
Los cambios de última hora que Kennedy había introducido en la operación habían obligado a tomar una serie de decisiones precipitadas que se habían traducido en descuidos. Así, por ejemplo, nadie había considerado la posibilidad de que en Bahía Cochinos pudiera haber un traicionero arrecife de coral; nadie había pensado en buscar nuevas rutas a través de las montañas por las que los insurgentes pudieran huir si las cosas se ponían feas. Por otro lado, se habían producido numerosas filtraciones. El 10 de enero, el New York Times había publicado un titular de tres columnas en la primera página: EEUU ENTRENA A UN CONTINGENTE ANTICASTRISTA EN UNA BASE AÉREA SECRETA EN GUATEMALA. Entonces, unas horas antes de la invasión, Kennedy había tenido que intervenir a través de Arthur Schlesinger para evitar que la revista New Republic publicara un extenso y detallado artículo sobre los planes de la invasión cubana.
«Castro no necesita agentes secretos en Estados Unidos», se había quejado Kennedy. «Lo único que tiene que hacer es leer los periódicos.»"
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