Aquella mañana quité las telas de oración, desteñidas y desgarradas por el viento, y las quemé en la estufa. Luego colgué otras, ya no entre dos troncos sino entre la pared rocosa y una esquina de la casa, pensando en las estupas que había visto en Nepal. Ahora se mecían al viento sobre el epitafio de mi padre y parecían bendecirlo. Bruno las estaba observando cuando bajé.
—¿Qué hay escrito en la tela? —preguntó.
—Son oraciones que piden suerte —dije—. Prosperidad. Paz. Armonía.
—¿Y tú crees en eso?
—¿En qué, en la suerte?
—No, en las oraciones.
—No lo sé. Pero me ponen de buen humor. Ya es mucho, ¿no?
—Sí, tienes razón.
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