EL SPINOZA DE LA CALLE DEL MERCADO, de Isaac B. Singer
"Poseía un pequeño telescopio que había comprado cuando estudiaba en Suiza, y disfrutaba al utilizarlo sobre todo para contemplar la Luna. Llegaba a distinguir claramente sobre la superficie lunar los volcanes bañados en la luz del Sol, así como los oscuros cráteres sumidos en la sombra. No se cansaba de observar esas hendiduras y grietas. Le parecían cercanas y lejanas a la vez, sustanciales e insustanciales. De vez en cuando, veía cómo una estrella fugaz describía un amplio arco atravesando el cielo y desaparecía dejando tras sí una estela de fuego. El doctor Fischelson sabía entonces que un meteorito había alcanzado nuestra atmósfera y quizás algún fragmento no calcinado había caído en el océano o aterrizado en el desierto, o tal vez incluso en alguna región habitada. Lentamente, las estrellas que habían aparecido detrás de su tejado ascendían hasta brillar por encima de las casas, al otro lado de la calle. Sí, cuando el doctor Fischelson miraba a los cielos se hacía consciente de la extensión infinita quesi según Spinoza es uno de los atributos de Dios. Le consolaba pensar que pese a no ser más que un hombre débil e insignificante, una forma cambiante de la absolutamente infinita Sustancia, formaba parte del cosmos, y estaba hecho de la misma materia que los cuerpos celestiales. En la medida en que formaba parte de la divinidad, sabía que no podía ser destruido. En momentos como estos, el doctor Fischelson experimentaba el Amor dei Intellectuali, que según el filósofo de Amsterdam es la más elevada percepción de la mente. Respiraba hondo, levantaba la cabeza todo lo alto que su rígido cuello le permitía y realmente sentía que rotaba en compañía de la Tierra, el Sol, las estrellas, la Vía Láctea y la infinita hueste de galaxias, solo conocidas por el pensamiento infinito. Sus piernas se volvían ligeras, ingrávidas, y sujetaba el marco de la ventana con ambas manos como si temiera perder pie y salir volando hacia la eternidad."
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