HUIDA DE LOS SERBIOS. EN LAS TRINCHERAS, de Gaziel
Los que quedaban de los dos mil campesinos se esparcieron sin rumbo ni guía por las negruras del monte, divididos en pequeños grupos, aterrorizados y exhaustos. Una gran parte pereció en la fuga. Los restantes escalaron las alturas vertiginosas de Kaimatzskalán o las murallas de Vostarani, logrando penetrar en territorio griego. Un centenar de fugitivos son los que esta tarde llegaron a la venta de Kargjetv. Y aquí han hallado, después de tan monstruosas torturas, la noticia que mi compañero acaba de «asestarles» fatalmente, al decirles que el ejército salvador de los aliados, su última esperanza vital, no está en Monastir ni en parte alguna del territorio serbio, sino que se retira hacia Salónica porque le es imposible evitar de momento el sacrificio completo, absoluto, irremediable, de Serbia.
Estas son escenas que infunden una congoja indecible, una piedad ilimitada, una tristeza radical y un hastío soberano del mundo. Ninguna, entre las que he presenciado durante el curso de la guerra, me produjo la conmoción de esa horda de lugareños harapientos, medio desnudos, barridos de sus tierras como despojos de basura humana.
¿Qué crimen horrendo han cometido esas gentes? ¿Cuál es su falta imperdonable? ¿Qué mal han hecho?... Nadie en el mundo, a no ser un espíritu torcido y furioso, es capaz de responder con una sola acusación directa a estas preguntas. ¿Se dirá, acaso, que esos hombres son culpables porque son serbios? Conformes. Lleguemos a imaginar que los serbios son culpables de algo. Pero, ¿es que podemos acusar a los miserables lugareños de Murichovo, que jamás salieron de sus riscos, que no saben leer ni escribir, que hablan apenas y que desconocen en absoluto su misma patria, y no han visto más tierra que la de su estrecho horizonte; es que podemos acusarles de ese algo que, por suposición, imaginamos imputable a los serbios in abstracto ?
¿Qué significa la palabra serbio aplicada a esas gentes? ¿Quiere decir que tuvieron ni la más mínima participación en «lo de Sarajevo»; que abrigaban alguna idea rencorosa contra Austria; que estén atacados de furor paneslavista; que son responsables en modo alguno de los actos realizados, sin que ellos se dieran cuenta, por el gobierno serbio; que sean partícipes, cómplices, ni coadyuvantes del más leve y remoto siquiera de los motivos que han provocado la guerra europea? Es evidente que no. Pues, entonces, ¿qué significa la palabra serbio, en este caso? Significa tan sólo que esos lugareños nacieron en territorio serbio, y que hablan el idioma de su país. ¿Y esto es un crimen? ¿Por esto se les ataca y acosa como a fieras, se les degüella, se les arruina y se les expulsa de sus tierras? ¿Acaso dependió de ellos el lugar de su nacimiento? ¿De qué les ha servido esa tierra nefasta, más que de producirles un inmenso infortunio? ¿Y qué uso han hecho de su idioma, como no sea el de emplearlo para expresar toscamente su dolor salvaje? ¿Dónde está la falta? ¿Por qué, pues, el castigo? ¿No estaban ya, por el mero hecho de nacer, bastante «castigados» con su profunda miseria?...
Un exceso de ideología y una falta de fraternidad (defectos comunes a los que descuellan sobre el inmenso rebaño humano, por su inteligencia o por su fuerza) nos impulsan a considerar la tierra como un mapa aparcelado, y a poner en cada uno de sus compartimientos sendos letreros orgullosos o simplemente sonoros: ALEMANIA, FRANCIA, INGLATERRA, SERBIA, BULGARIA, RUSIA, TURQUÍA, etc. Cuando nos referimos a las más altas manifestaciones de la aristocracia artística, intelectual o económica, esos motes tienen todavía un sentido, porque a medida que el espíritu se desarrolla y eleva se vuelve más personal y exclusivo, más característico y delimitado. Pero al envolver en esas denominaciones nacionales a la masa impersonal, oscura, eternamente paciente e irresponsable del pueblo, cometemos un error tristísimo, monstruoso e injusto.
Llamémosla inglesa, turca, serbia, italiana u holandesa, la turbamulta de los desheredados permanece siempre la misma, sumergida en su miseria, sujeta a todos los males y arrastrada, sin tener arte ni parte, a sufrir todas las calamidades de la vida. Los nombres que le colgamos no son otra cosa que apodos convencionales, conceptos que le vienen sobremanera anchos y que le hacen tremendamente responsable de intereses y luchas que no son suyos. Es como si envolviéramos, con una seriedad sarcástica, a un pordiosero con un manto real.
Pero ellos, los que sufren las consecuencias de este inri ideológico, permanecen en realidad constantemente los mismos, cubiertos de llagas, desangrados y ateridos de frío bajo la púrpura imperial; ¡almas jamás redimidas, carnes nunca saciadas, arbustos humildes y feracísimos, sin aroma y sin flor, víctimas de todos los vientos de estrago y locura que devastan de continuo los campos del mundo!
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