LA ORGANIZACION GUERRERA MODERNA. EN LAS TRINCHERAS, de Gaziel
El capitán se mostraba satisfecho. Y en prueba de ello, se ofreció a proseguir sus demostraciones y hasta a hacemos experimentar prácticamente, con la debida cautela y muy despacio, los primeros efectos de la asfixia que se produciría en la mina si se amortiguara la ventilación. Le aseguramos que no había necesidad alguna de tal experiencia, le dimos un millón de gracias por su amabilidad y nuestra palabra de honor de que estábamos convencidos con creces. Con esto terminaron las pruebas y seguimos andando hacia el exterior, hacia la línea de fuego. Nuestro guía, animado por sus éxitos, continuaba hablando y encareciendo con entusiasmo la fúnebre pujanza mortífera de las catacumbas. Iba yo detrás de él, callando y sonriendo, porque tal es mi costumbre cuando no me parece oportuno decir lo que pienso.
Sin embargo, los fervores del guía llegaron a tal extremo, fueron tantos sus gestos y encomios que, al fin, no pude contenerme y le dije: «Vamos a ver, mi querido capitán, vamos a ver. ¿Podría usted decirme para qué sirve todo eso?» «¿Qué cosa?», preguntó el guía, extrañado. «Eso, todo lo que usted ha tenido la bondad de mostramos». El capitán se paró para mirarme, como si dudara de que estuviera en mi cabal juicio. «Pues, ¿no lo ha visto usted? —replicó— ¿Es que no entiende usted la lengua francesa?» «Demasiado la entiendo» —dije—. Pero vayamos por partes. ¿Es que las catacumbas sirven para emprender una acción decisiva, que termine la guerra?». «Hombre: ¡eso no!», contestó el capitán. «Perfectamente. ¿Servirán al menos para realizar un gran avance, una ofensiva que modifique esencialmente las posiciones del sector?». «Tampoco —dijo el guía—. Una ofensiva semejante requiere medios más vastos y complicados». «Si es así —repliqué entonces—, ni siquiera sirven las catacumbas para impedir un avance enemigo, pues usted mismo dijo, hace poco, que los alemanes podrían apoderarse de ellas mediante una acción general que las rebasara y aislara». «Es cierto», contestó el capitán. «Pues entonces —añadí— el valor de esta formidable obra es puramente local, limitado, algo así como un simple detalle de la estructura del frente». «No hay duda —afirmó el capitán—. Las catacumbas sirven tan sólo para usos secundarios; pero, en todo caso, son una prueba admirable de organización».
No quise saber más. Había ya asomado, por fin, la palabra mágica. ¡Organización, organización! ¿No os parece que esta palabra basta para resumir el horrible estado del mundo? La organización es nuestro fetiche, nuestro tirano, el símbolo y emblema de nuestro tiempo: una organización material desbordante, deforme, excesiva, complicadísima, desproporcionada, que abarca y ahoga todo. El siglo XVI fue el siglo de las luchas religiosas; el XVII, de las rivalidades dinásticas; el XVIII, de la filosofía corrosiva y de la libertad; el XIX, del progreso. El siglo XX es el siglo de la organización. Las mayores enormidades parecen hoy excusarse y hasta justificarse en esa palabra. En los siglos que llamamos bárbaros, se degollaba y esclavizaba a los prisioneros, se pasaban a cuchillo las poblaciones tomadas por asalto, se acogotaba a los vencidos. Y esto nos parece criminal. Pero hoy los hombres se matan a millares, se bombardean las ciudades indefensas, se deporta a los ancianos y a las mujeres. Y esto nos parece justificable. ¿Por qué? Porque se ejecuta organizadamente.
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