PETIRROJO, de Jo Nesbo
Los
cinco miembros de la familia bajaron del tren y, de repente, se quedaron solos
en el compartimento. Cuando el tren reemprendió la marcha despacio, Helena se
sentó junto a la ventana, aunque no veía gran cosa en la oscuridad, tan sólo la
silueta de las casas que se alineaban junto la vía. Él estaba sentado enfrente
y estudiaba su rostro con una sonrisa en los labios.
—Se os
da bien en Austria lo de cegar las ventanas —comentó Urías—. No veo ni una sola luz encendida.
Ella
suspiró.
—Se nos
da bien obedecer.
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