EL FIN DEL HOMO SOVIETICUS, de Svetlana Alexievich
Del documento al monumento. Otra lectura que te deja tocado. Si te queda alguna simpatía por el régimen soviético, se te acaba enseguida.
Un cruce entre literatura periodismo e historia. Imaginemos que metemos a 100 personas dentro de una habitación. Todas ellas tienen en común que, como mínimo, han vivido en la URSS/Rusia entre 1980 y 2000, y muchas otras de las entrevistadas antes y despues. En el mismo lugar que se convirtió pasados esos 20 años en algo muy distinto. Si a esas personas les preguntamos que ocurrió, obtenemos el monumento de la memoria histórica que es este libro. Unos contarán qué perdieron, otros (muy pocos) qué ganaron. Todos hablarán de cómo se sintieron. No se trata de quien estuvo a favor de Gorbachov, quien desconfío de la Perestroika o de quien no quiere volver a ver un comunista en su vida. No es tanto una cuestión de números o apoyos de una u otra versión sino de testimonios. No es tanto de hablar con la gente sino de dejar hablar a personas concretas, dejar que se desahoguen. Cada historia es un mundo y ese es el valor del libro. Hay mucha emoción que tarda en salir, pero cuando lo hace es como un torrente. Se habla de una época en que el mismo día en que se lanzaba al espacio a un humano, un soviético, bajabas a la tienda y estaba pelada. Unos se enorgullecen de lo primero y quieren volver a esa época, recuperar ese sentimiento; otros no quieren volver a hacer cola para un kilo de café. Para unos, todo lo justifica haber ganado a Hitler, para otros llegó el momento de hablar lo que, obligados por el sistema, callaron en vida del socialismo. En muchos casos, coinciden en que esta posibilidad de decir lo que se piensa, expresar el malestar reinante, se debio a que con los años cada familia pudo acceder a una casa con cocina propia, aunque todo fuera pequeño. En la intimidad de la mesa de la cocina uno podía ser libre ante su mujer, su marido o ante un amigo de verdad, para opinar. En cualquier caso, para mi es muy difícil ponerme en ese lugar, pero el libro me ayuda a comprender muchas cosas más allá de la propaganda y la cobertura occidental del hecho. Así mismo, ayuda a comprender, un poco al menos, esa mansedumbre ciudadana que, aparentemente, parece amordazar a la opinión pública rusa siempre. Visto lo incomprensible que algunas veces parece esa sociedad, en algún momento de la lectura me he dicho "ahora lo entiendo". No me gustaría nada estar en el pellejo de los ruskies. Si algo une a los que añoran o detestan la URSS es que el recuerdo es un trauma profundo. Nadie sale de ese régimen sin secuelas, incluso los más devotos.
No obstante son más de 600 páginas. ¿Cómo hacer que los testimonios no acaben repitiéndose? La autora, por ejemplo, dedica una parte del libro al impacto que tuvo en la opinión pública el suicidio del Mariscal Ajromeiev, o los recuerdos de un mandarín muy cualificado del Kremlin en los años 89-91. Hay un capítulo dedicado a un antiguo soldado tártaro, Zinatov, con noticias de su vida y de su muerte extraídas de conversaciones y de artículos periodísticos como el Pravda. Esta un testimonio acerca de esos miembros del KGB dedicados a ejecutar a supuestos disidentes, como trabajaban y cómo los cuidaba el estado. Otros demuestran acoplarse a la realidad postsovietica procurando aprovechar lo que se le presenta a mano. Hay un testimonio de una mujer que vivió el atentado en el metro de 2004 (39 muertos)
Otro relato es el de un hombre criado por un típico oficial del ejército ruso, brutal. Y de cómo sobrevivió a los 2 años de servicio militar obligatorio. Para hacerse una idea de los reclutas rusos actuales en Ucrania. Lo que tampoco falta es el abuso policial y burocrático contra las minorías etnicas del pais, por ejemplo contra los tayikos, gente que ocupa el puesto mas bajo en la escala social... a veces uno se pregunta dónde quedaron los valores humanos dentro del marxismo o el socialismo bolchevique. Y sobre algunos de estos ejemplos, la autora emplea el recurso de las voces corales anónimas que juzgan implacablemente a estas personas de las que se cuenta su vida. De manera que además de expresar su opinión, se delatan como sociedad, como árbitros de la moral. Una moral en general cruel y obsoleta. Pero esto último lo digo yo como lector, porque la actitud de la autora es comprensiva y empática. Ella procura desaparecer del relato.
Los últimos testimonios nos trasladan a las manifestaciones en Minsk contra las elecciones fraudulentas, del estado represor contra toda manifestación pacífica que ponga en duda el estado de cosas en Bielorrusia. En especial a la policía. La pregunta es: ¿cómo puede ser policía antidisturbios una persona normal, honrada y decente? No hay respuesta a eso. O tal vez sí: el miedo a las represalias del régimen dentro del propio cuerpo policial.
Al acabar el libro solo queda la sensación de desgarro social, de que décadas de sometimiento brutal a los mandamases del régimen han convertido en peleles a la mayoría, y que los pocos que se rebelan tienen todas las posibilidades de acabar muy mal. La otra sensación es la de alivio personal por no vivir ese infierno del pasado y el presente. Por supuesto, y muy en la línea de Dostoievski, uno aprende lo que significan para un ruso las palabras dolor, amor, sacrificio, resignación, humillación, familia.
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