LOS ARABES DE LAS MARISMAS, de Wilfred Thesiger
En los años 50, el ingles Thesiger sucubio a los encantos de otra clase de árabes después de recorrer los inhóspitos espacios de la península arábiga, el Territorio Vacío. Antes se había criado en Etiopia, y había sido un culoinquieto por el norte de Africa y Oriente Próximo. Escuchó hablar de unos árabes en las marismas del Eufrates, poco antes de su desembocadura en el golfo de Persia, en lo que fue la baja Mesopotamia. Eran los mayores humedales de Asia rodeados de desierto, y una de las cunas de la civilización humana. Creo que es también la tierra de Ur, de donde salió Abraham.
Hay aspectos de Los árabes de las marismas (1964) que, para el que no conozca al autor, le resultarán sorprendentemente gratificantes: primero lo bien que escribe, deteniéndose donde hace falta con espíritu observador y colocando las elipsis donde son necesarias. Segundo, su actitud frente a una gente de aspecto rudo y cultura nada parecida a la de un estudiante de Eton; es generoso, respetuoso y atento a todo y a todos. Esta para aprender y tratar a todos de igual a igual en un país que fue antigua colonia británica, independiente desde 1932. Lo tercero que llama la atención es el objeto del libro: la descripción de una sociedad que ya está en fase de modernizarse, incluso una gente como los Madan, el conjunto de tribus árabes que viven en marismas del Eufrates y el Tigris, lleno de vida salvaje, de cerdos para cazar, de sequías e inundaciones y de diferentes tribus que se miran tanto de reojo como para matarse por cualquier afrenta al honor. Y es que vivían un poco aislados todavía, pendientes más del jeque del lugar que de la autoridad estatal. Los rifles están en cada casa. El orden judicial tiene apariencia de seguir las normas feudales, las amistades de verdad se forjan a fuego, y las enemistades también. Se desplazan en canoas hechas de cañas, y con ese material levantan sus casas. La salubridad de esta gente es de esas que echan para atrás, pero eso no quita que todavía atiendan al viajero como mejor sepan hacerlo. Todo lo que amaba de estos mundos acorralados por la modernidad, lo despreciaba Thesiger de la creciente globalización de las costumbres y el pensamiento.
Leer a Thesiger, después de ya no acordarme de Arenas de Arabia (1959), es algo más que un conocimiento de una cultura rica y, seguramente perdida. Es retornar al placer de la lectura de viajes como muy pocos saben hacerlo. Me he vuelto a meter entre las aventuras de un autor clásico como pocos, de la vieja escuela, más pendiente de los demás y de lo que ve que de sí mismo. Y eso, al acabar el libro, se nota.
Thesiger (1910-2003) tuvo una de esas vidas que envidiaré siempre, pero no todo fue tan agradable. Sus idas y venidas al sur de Irak, entre Londres y otros viajes, se interrumpieron definitivamente en 1958 con una revolución de generales y echaron a la dinastía hachemita, la primera que hubo tras la independencia. Con ellos echaron a los ingleses, esa gente que, pese a conceder la independencia de los países, nunca terminaba de irse... Por ello sorprende el respeto que Thesiger siempre se ganó entre los árabes. Aunque por causas ajenas a él ya no volviera a verlos.
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