ORIENT-EXPRESS, EL TREN DE EUROPA, de Mauricio Wiesenthal
Este libro ha sido una experiencia un tanto presuntuosa. Su autor nos describe su temprano amor hacia este tren que hace las delicias, todavía, de los amantes de la opulencia. Básicamente es una experiencia viajera que Wiesenthal nos vende para intelectuales con gusto refinado. Nos cuenta los orígenes del tren, sus peculiaridades qué lo hace diferente a otros en cuanto te subes: el servicio, los modelos de vagones, las miles de anécdotas que lo acompañan a lo largo del siglo XX, su decaída y resurrección gracias a magnates que fueron encontrando vagones perdidos y maltrechos por toda la geografía europea al finalizar la II Guerra Mundial. Para él, la muerte del tren ocurrió en octubre de 1977: fue su último viaje, y pronto se subastaron vagones y cualquier otra cosa que recordara estos viajes. Algunos vagones formaron parte de otras líneas de trenes lujosas, como el Train Bleu donde se unían en 1976 a otros vagones de lujo de la época del imperio austrohúngaro. La mayoría, posteriormente, los fue adquiriendo el naviero James Sherwood y su esposa para poner en marcha otra vez, restaurados, la línea del Orient-Express.
La historia, desde 1887, es la de un hotel rodante, la de un flujo de ideas de un extremo a otro del continente, y eso nos lleva a conocer la historia de Europa desde la historia de las fronteras que atravesaba, tan cambiantes en un siglo. Eso viene aderezado con los hermosos diseños con que se construyeron, el lujo de sus terminaciones, las distintas líneas o derivaciones de la línea Londres-Estambul. Las películas inspiradas en el tren, las personas famosas que lo frecuentaron, por ejemplo las veleidades fastuosas de Hassan II de Marruecos (porque todo lo relacionado con este tren es arte y tradición), del rey Eduardo VII, de Josephine Baker, la Sisi de los Habsburgo... Proust sale intermitentemente, se nota que le gusta. Están La Bella Otero, incluso un fragmento dedicado a ferroviarios y fogoneros. Están la vida de un magnate de las armas y el espionaje internacional como fue Zaharoff, del diplomático sueco Wallenberg. Es la crónica de sus descarrilamientos, averías de la calefacción en medio de la desolación cubierta de nieve, atascos por aludes, ataques de bandidos con el tren detenido y los postes del telégrafo caídos. Y algún atentado. Lo que no oculta, es su rechazo al mal gusto, a la falta de orden y la vulgaridad, al comunismo, el nacionalismo y el mayo del 68. Es que este libro es realmente una excusa para ajustar cuentas sentimentales con casi todo.
Si solo fuera esto, no habria tenido mas de una gana de abandonar su lectura. Lamentablemente Wiesenthal no nos priva de sus gustos muy personales, sus prejuicios que poco me interesan, los comparta o no. La parte más personal de su vivencias ocupan fundamentalmente la segunda parte del libro, cuando llega a Estambul en un relato que parece sacado de una novela con influencias victorianas.
El se define en su gusto por lo romántico y decadente. Y eso impregna cualquier atisbo de verdad que uno pueda encontrar (¿Verdad aquí? Será cinismo). Siento su estilo convertido en pose para el lector. Y con su experiencia, ha convertido el viaje en el Orient-Express en un cuento de Las mil y una noches, nos ha metido en una burbuja de gusto por lo decadente, lujoso, individualista, de mirada paternalista hacia los que cumplen la función de servirle (ya sea camarero, fogonero o artesano de la marquetería), de esos que piensan que todo esfuerzo conlleva su premio inevitablemente, la admiración, el respeto social. Es un moralista chusco, anticuado y metido en una burbuja apartada de la realidad de los trabajadores. Quiere ser un émulo de Stefan Sweig pero le falta calidad y agudeza. Se impulsa en los cotilleos aristocráticos y recuerda a la prensa rosa de aquel Villalonga del siglo pasado.
"...porque los que compartimos una fe -especialmente los más sencillos de alma- nos entendemos, hasta el fondo del corazón, con cuatro palabras, miradas y gestos". Mauricio Wiesenthal, antes muerto que sencillo.
Para quitar el mal sabor de boca, unos párrafos mejores: "Aprendí en el ya largo trayecto de mi vida que lo importante no es lo que podamos hallar en nuestro destino -aunque lo llevemos tan lejos como el más allá-, sino todo cuanto hemos aprendido, amado y esperado en las horas de búsqueda y de viaje."
Pero luego se deja esta perla:
"No sé hasta qué punto los europeos son hoy conscientes del orden internacional que se perdió con las guerras mundiales del siglo XX, y dudo de que queden muchos espíritus lúcidos y capaces de denunciar las charlatanerías de cierta prensa, las mentiras de algunos educadores y políticos, y la falta de respeto a los sagrados valores del trabajo que son el único fundamento del progreso. Todo pueblo enriquecido que no vive en la exigencia del trabajo y de la cultura está condenado a la violencia, a la irresponsabilidad y a la ruina."
Leo este último párrafo y me sorprende su falta de autocrítica: si tan poco le gusta nuestro tiempo, y le parece más razonable el suyo, ¿como han dejado torcerse las cosas de esta manera, según las ve? ¿O se limpia las manos? No digo que ahora todo fluya maravillosamente, pero sin duda, a cada tiempo sus problemas. Pero como le pasaba a su maestro Stefan Sweig, creo que el también parece haber vivido en la burbuja de la cultura, la alta sociedad, el placer, el buen gusto... no creo que le haya tocado tirar de pico y pala, o conducir una carretilla elevadora ocho horas, sin saber que hay más vida siempre. Hay otras partes menos bonitas pero incluso más interesantes. Echar flores a los empleados, como hace el autor en este libro, es como echar una propina al camarero porque te puso buena cara aunque por dentro este hasta los cojones del trabajo, del jefe, del autor y de todo lo que se menea por un montón de motivos que pueden tener mucho que ver con el adorado Orient-Express y él es incapaz de anotar. Solo si crean una belleza artesanal para él, celebra a esta aristocracia del trabajo manual, que tiene su mérito innegable. Pero utilitarista, solo cuando le sirve para su placer. Para evangelizar sobre la ética del trabajo, debería hilar más fino. Que bueno es el trabajo... cuando eres el cliente, y te lo puedes permitir.
El libro desprende un olor a polilla desagradable. Cada tiempo tiene sus más y sus menos. Habría que saber lo que decían los hombres de la edad que ahora tiene el autor sobre un tren con tantas ínfulas, en 1887 o después. Según creo, la revolución industrial pasaba una factura muy dura a gran parte de la población. ¿Qué diría de un tren del lujo y la ostentación? Valoro positivamente las anécdotas y los datos, lo que menos aprecio son las valoraciones moralistas de brocha gorda y ancladas en el pasado del autor, ciegas a lo que no es capaz de entender aunque esté siempre delante.
"El lujo es para mí, la conservación del arte y de la historia. Y todo lo que no tiene espíritu me parece de mal gusto". Yo diría que este hombre confunde el lujo con el espíritu.
En definitiva, un autor encantado de haberse conocido a través del Orient-Express. Como dice al final, no todo lo que uno sabe lo ha tenido que ver obligatoriamente, afirmación clave para la segunda parte del libro. Esta más interesado en la belleza que en la verdad. Una experiencia muy alejada de mis intereses en general, por lo que de este libro, al final, se me olvidará lo leído en seguida.
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